domingo, 27 de marzo de 2011

El petróleo comunista de Lluis Bassets

Creo que las polémicas políticas suelen construirse sobre estructuras argumentales simplistas y falaces, así como sobre una proverbial desinformación. Se opina impunemente sin conocer siquiera lo mínimo indispensable para fundar una opinión y se critica al adversario desde requiebros ilegítimos. Si lo primero resulta claro para todos, más opaco es, sin embargo, lo segundo.

Pongamos un ejemplo de ello: hace un par de semanas, una periodista de El Mundo se lamentaba de que, ante la catástrofe japonesa, todo el mundo estuviese alarmado por el desastre nuclear en vez de condolidos por las muertes y desapariciones. El mismo argumento lo volvía a utilizar hace un par de días un columnista de BBC World, quien además recordaba que aún no se contaban fallecimientos por el accidente atómico.

Detrás de estos reproches, cuya última intención es desviar la atención de los riesgos de la energía nuclear, existe, no ya una falacia bien ostensible, como la que oculta que las desgracias por el incidente atómico se producirán a lo largo de varias décadas, sino un defecto argumental: se da por hecho que si se atiende a un problema hemos de desatender, por fuerza, otro contiguo y simultáneo; se da por sentado que si, por poner un ejemplo, denunciamos la corrupción del Partido Popular no tenemos tiempo, ni voz, ni energías para denunciar simultáneamente la ineptitud gubernamental.

Si el lector/espectador crítico observa bien podrá apreciar que estas estructuras argumentales malintencionadas son un rasgo congénito del modo de discurrir conservador. Un ejemplo de ello lo encontré hace un par de días en una columna de esos que se presentan como socialdemócratas y tienen alma vasalla, venal y subalterna. Me refiero a Lluis Bassets.

A pocos articulistas me he acercado con tan poca fortuna como a éste, de quien recuerdo especialmente una columna, escrita hace años, sobre las manifestaciones juveniles en París. ¿Cuál era su opinión al respecto? Que sus seguidores demostraban no estar a la altura de los tiempos, los cuales, por lo visto, reclamaban 'reformas estructurales' debido a la 'insostenibilidad' del Estado del bienestar, y lo mejor que podían hacer los 'retardatarios' sindicalistas e izquierdistas parisinos era 'adaptarse' e 'integrarse' al dictado de las nuevas e inexorables 'necesidades'.

Con semejante modo de razonar ya se puede imaginar quien estas líneas lea que estamos ante un 'intelectual orgánico' de los de verdad. Su periódico, claro, no podía ser otro que El País, en cuya web aloja su blog sobre actualidad política. Y es en uno de sus últimos posts donde pone en evidencia lo que adelantábamos al comienzo, eso de opinar sin fundamento y sobre estructuras argumentales defectuosas y malintencionadas.

¿De qué defecto argumental se trata esta vez? De otro que tiene que ver con el tiempo, que da por hecho que lo 'nuevo' es más correcto y verdadero que lo 'viejo'. Por eso para Bassets quienes dicen 'no' a esta guerra por estar causada nuevamente por intereses económicos, petrolíferos para más señas, son unos 'demagogos' y 'trasnochados'. Desde esta perspectiva, eso de oponerse a una conflagración porque se matan personas a cambio de petróleo resulta una antigüedad pasada de moda y hortera, que no está al tanto de las últimas tendencias del progresismo auténtico, el que marcha al compás de su tiempo. Sin embargo, el problema es que tan viejo y 'trasnochado' resulta salir con pancartas pacifistas como el ejercicio de un presunto pragmatismo realista que, curiosamente, siempre capitalizan los poderosos.

Para Bassets esta guerra es legítima entre otras cosas porque, efectivamente, tiene como objetivo el control sobre el petróleo, pero con el fin de 'devolverlo a sus dueños, los ciudadanos libios'. Con esta aseveración, no sabe uno muy bien quién es más demagogo, si el que se opone de manera irrealista a toda guerra o aquel otro que quiere convencernos de que tras la intervención se van a socializar todos los recursos energéticos para provecho común. Y si fuese cierto lo indicado por Bassets, ¿dónde están los datos objetivos que lo avalan? ¿dónde se encuentra la información en que basa eso de que incluso tras la guerra contra Sadam 'el petróleo iraquí aprovecha también a los iraquíes'?

Por lo poco que sé, tras más de dos años de ocupación se licitaron los contratos de extracción para provecho de compañías norteamericanas y británicas principalmente, sin que se conozca un aumento sustantivo del nivel de vida de los iraquíes, sumidos como están en un violento y trágico caos. Y por lo poco que conozco, resulta que Libia, aun admitiendo todos los reproches más enérgicos posibles contra su dictador, contaba con el mayor nivel de renta per cápita de la zona, con lo que tampoco es creíble eso de que hasta esta guerra el petróleo era asunto repartido en exclusiva entre las corporaciones y la familia del tirano. Pero lo peor de todo es que si llegase al poder en Trípoli un gobernante que nacionalizase el petróleo, encareciese los contratos de extracción o la practicase de forma autónoma con una empresa estatal, distribuyendo los beneficios entre los sectores desfavorecidos, ¿cuál sería el juicio del Sr. Bassets? ¿Lo adivinan, verdad?: '¡En Trípoli ha surgido un nuevo Chávez, tirano del petrodólar e insoportable demagogo!', leeríamos seguramente algún día en su blog.

lunes, 21 de marzo de 2011

No a esta guerra

Como este blog fue inaugurado con el propósito de polemizar con sujetos e ideas concretos de actualidad, en lugar de para exponer convicciones o críticas de carácter más general (para lo que está Meine Zeit), y animado por el debate que en twitter se está dando acerca de la intervención armada en Libia, pongo por escrito mi parecer, que no se asemeja a ninguno de los que voy leyendo, ni al apoyo entusiasta que la pinta como la condición necesaria para liberar a un pueblo ni a la negación cerrada que intenta expulsar la violencia y la guerra de las mismas relaciones humanas, ni tampoco, en fin, el decepcionante camino de enmedio que han tomado los de Equo e ICV, que apoyan la guerra en la medida en que se realiza en cumplimiento de una resolución, autorizándola, de la ONU.

Estoy en contra de esta guerra por tres motivos principales, que se resumen, como los mandamientos, en uno: que no me creo --como Danae me insiste a diario-- nada, ni una palabra, del relato, ni de los conceptos, que han sido empleados para contarnos el conflicto árabe, y particularmente el libio.

(1) No puedo estar a favor de esta guerra porque el principio que pretende legitimarla, a saber, que es una intervención para impedir que Gadafi masacre a su propia población no resulta cumplido universalmente por las potencias. Esas mismas masacres se dan en otras latitudes, ahora bien cercanas, sin que 'la comunidad internacional' (es decir, las potencias occidentales) se planteen siquiera amonestar a los responsables de las matanzas. ¿Qué habría si no que haber hecho con Álvaro Uribe y sus decenas de miles de muertos en fosas comunes? Según esta premisa, intervenir para derrocarlo, en lugar de consentirlo y financiarlo. Y como no se hizo, pues no me creo que ahora sea ése el móvil real.

(2) Pero es que tampoco me trago la contraposición simplista que los medios --agentes de la propaganda de las potencias en este punto, y probablemente en casi todos-- hacen entre el dictador Gadafi y el 'pueblo libio'. Hasta donde alcanzo a saber, lo que allí venía aconteciendo oponía a un tirano, respaldado hasta el momento por las potencias, por el ejército y por parte de la población, y a un numeroso colectivo de rebeldes, que resulta que, a diferencia de los manifestantes de Túnez, Yemen, El Cairo o Bahrein, estaban ya considerablemente armados. En aplicación estricta del derecho estatal e internacional al uso, lo que allí se había desencadenado era una guerra civil, o más bien, visto el curso de los acontecimientos, un conato de rebeldía armada contra el orden establecido, que siempre trata de ser reprimido por las armas con la neutralidad de las potencias extranjeras con base en el principio de no injerencia en los asuntos internos.

(3) Pero una vez que se ha decidido incumplir tal principio, aun haciéndolo con la legitimidad que para ello confiere la ONU (no se olvide), habrá que preguntarse ¿a quién estamos ayudando? ¿a quiénes representan esos rebeldes que cuentan con el respaldo occidental y que curiosamente ya se hallaban armados? ¿y qué proyecto político pretendían instaurar contra la voluntad del dictador? Creo que sin saber una coma sobre estos extremos resulta demasiado exigente solicitar la aquiescencia para algo de tanto calibre como lo es una intervención armada con resultado inevitable de sembrar la muerte. Pero si no se ha facilitado ni un dato al respecto, no es porque no se conozca, sino sencillamente porque no se quiere que se sepa, pues lo contrario despertaría el rechazo popular, acallado por ahora con el pretexto ideológico de que se está contribuyendo a que un pueblo se sacuda el yugo de una tiranía.

En definitiva, si no se sabe a quién se apoya, si no se conoce el objetivo real de la intervención, si vulnera relativamente además un principio básico del derecho internacional como el de no intervención, si se bombardea, en fin, sin responder a estas inquietudes elementales, lo más sensato es que uno muestre sus reticencias y no pueda apoyar incondicionalmente algo que supone la muerte de civiles, como tampoco puede prestarle obediencia ciega a nadie que la reclame a cambio de fe, a no ser, claro, que se tenga vocación de lacayo.

Por eso me muestro crítico respecto de los que respaldan esta intervención. Desde luego, los menos fervorosos, como los de ICV y Equo, apuntan un dato razonable, que los maximalistas olvidan. No se trata, obviamente, de comparar la solicitud de intervención por parte de la España republicana a las potencias democráticas en 1937, porque a aquel auxilio, por otra parte insatisfecho, precedía la intervención en favor del bando sublevado de las potencias fascistas europeas (Alemania e Italia). Es más, de encontrarse respaldado militarmente en estos momentos Gadafi por, pongamos por caso, China y Rusia, las restantes potencias habrían callado miserablemente.

No es ése el hecho diferencial, claro, sino la autorización de la ONU, hoy por hoy el organismo con mayor representación internacional y, por tanto, el único dotado de legitimidad para administrar la guerra, un fenómeno que es tan deleznable como inevitable. (Por eso, dicho sea de paso, mostraba ayer una visión tan estrecha, sesgada y unilateral nuestro ínclito Ignacio Camacho, a quien le parece más legítima internacionalmente la OTAN que la ONU, que cuenta entre sus miembros con regímenes tan sospechosos como Rusia y China, como si tales países, independientemente de su sistema político, no conformasen --ni tuviesen un considerable peso específico en-- la sociedad internacional). Ahora bien, ¿no choca este súbito respeto por los dictados de la ONU cuando todos los restantes, sobre todo aquellos que hablan de defensa de derechos, recuperación de la memoria o lucha contra la pobreza, caen siempre, inexorablemente, en saco roto? ¿No parece obvio --señores/as de Equo-- que la ONU más bien resulta aquí, como en otras ocasiones, instrumentalizada para conceder el fiat de legitimidad a un acuerdo adoptado de antemano por las potencias?

De ahí que centrarlo todo en la autorización de una ignorada y desprestigiada institución internacional no sea suficiente para respaldar la intervención, mucho menos sin plantear y despejar siquiera ninguno de los interrogantes precedentes. Sin embargo, ¿resulta atendible la consigna del No a la guerra como principio absoluto que proclama en estos días cierta izquierda? Tampoco lo creo, no ya porque niegue toda la historia, sino porque abole inconscientemente los presupuestos éticos que insuflan vida a esa misma izquierda en nombre de la cual se habla. Porque, por fuerte que resulte, la violencia continúa siendo un medio legítimo para derrocar a un tirano y conquistar el poder, pero a condición de que el sujeto que la ejerce sea precisamente el pueblo que sufre el despotismo, y no unos poderes que desde hace décadas, y más en los últimos dos años, han demostrado sin cesar estar al servicio de la mayor tiranía existente en estos momentos: la de los negocios, en cuyo nombre, es más que probable, se esté de nuevo conduciendo esta deplorable conflagración.


lunes, 14 de marzo de 2011

Economicismo, silencios y retractaciones en torno a la opción nuclear

Con la catástrofe japonesa vengo a enterarme de que Jordi Sevilla, exministro de Administraciones Públicas y, por cierto, tipo gentil y generoso, apostó recientemente por la prolongación de la vida de las centrales nucleares en detrimento de las energías renovables. La razón esgrimida, como en tantas otras ocasiones, es el ahorro que permitiría esta medida en comparación con el recurso a otras fuentes, más ecológicas, pero, por lo visto, mucho más caras. Se trataría de cualquier modo de alargar la vida de las centrales ya establecidas, con el riesgo consiguiente, y en ningún caso de construir otras nuevas, lo cual nivelaría prácticamente los costes.

Lo que más me llama la atención de la noticia, que supuestamente manifiesta el parecer de Sevilla, es que prácticamente todo el argumento se reduzca al ahorro económico de la opción por el uranio, sin añadir otros factores. Cualquier economista sabe que dicho argumento (tan limitado en este caso, insisto, pues montar nuevas centrales es también muy caro) no es suficiente ni tan siquiera para resolver un concurso público. Lo más barato puede terminar saliendo caro. Un diferencial de gasto de un 30 o 40% no suele impedir que cualquier particular opte por comprarse un coche más seguro o adquirir una casa en un lugar menos ruidoso. Variables como la calidad de vida o la seguridad tienen su precio y no siempre hay problemas para pagarlo.

¿Existen en este caso? Difícil es creerlo, viendo las cantidades milmillonarias, financiadas con deuda pública, que se están poniendo a disposición de la reestructuración bancaria. Pero, aparte de los fondos colectivos destinados a socializar las pérdidas de estas entidades, existe también la posibilidad de fiscalizar bastante más toda la implantación de las renovables. ¿Tan complicado es percatarse de que la salida (propia de la gobernanza) de las subvenciones directas a particulares es caldo de cultivo de especulación, fraude y corruptelas? Seguramente tomando otras vías más estatalistas sea posible abaratar la opción de las renovables, que a largo plazo probablemente sean más rentables y seguras que unas centrales desvencijadas y obsoletas.

De nada de esto ha hablado en estos días Sevilla, ni en su blog ni en su twitter. Como insinuaba Vicente Vallés hoy mismo, acaso no sea el momento adecuado para ponderar, así en caliente por lo que ocurre en Japón, la oportunidad y conveniencia de la opción nuclear. Creo, sin embargo, que el pretexto yerra desde su misma base. Solo cuando se tienen todas las variables sobre la mesa, exclusivamente cuando se tienen presentes todos los extremos y todos los factores de un problema, puede tomarse una decisión racional, esto es, consciente de todas sus posibles consecuencias. Con la estupefaciente propaganda corporativa a su favor, la alternativa nuclear se había presentado poco menos que como inocua, potente y beneficiosa. Ahí vemos que no. Que, junto a los residuos altamente contaminantes y prácticamente eternos, cabe la posibilidad de que provoquen un verdadero desastre.

Mejor de cualquier modo un silencio prudente y táctico que la repugnante réplica de la extrema derecha, manifestada hoy en una breve editorial de ABC en la que censuraba a la "izquierda radical y sectaria", esto es, a IU, por "arrimar el ascua a su sardina" aprovechando el desastre japonés. Parecería que los antinucleares están frotándose las manos a la espera de que estallen todas las centrales y perezcan millones de personas. Creo, en cambio, que no hay nada más trágico y desesperanzador para un anti-nuclear que ver corroborada de esta manera sus advertencias. Pero, recuérdese, tales advertencias eran precisamente proclamadas para evitar un desastre de este género, no para celebrarlo y regodearse con él.

Y, hábil como siempre, nuestro habitual interlocutor Camacho supo presentarse como opinante neutral en el debate entre los nucleares y sus detractores, invitando a ambos a moderar sus posturas y a abandonar "prejuicios", pero ocultando de paso que en muchas ocasiones él ha estado de lado de los primeros, como deja ver en más de una ocasión en su artículo de ayer, donde lamenta que las actuales circunstancias puedan frenar la reciente inclinación gubernamental por "la opción atómica".



domingo, 13 de marzo de 2011

Sobre la preparación económica de Sevilla

Hay propuestas que califican políticamente a quien las lanza. Mucho más si tienen que ver con la imposición fiscal, instrumento indispensable para mantener servicios y redistribuir los frutos de una riqueza que siempre es producida entre todos. Por eso, cuando supe que Jordi Sevilla era uno de quienes proponían reducir los tramos del IRPF, deduje de inmediato que engrosaba las filas del socioliberalismo, de esa doctrina que ha llevado a la socialdemocracia, a fuerza de adulterarla, al más estrepitoso fracaso y a la más culpable complicidad con la provocación de los acontecimientos que sufrimos.

Como me he aficionado a twitter, sigo algunas de sus iniciativas y comentarios. En su tweet hacía saber hoy que acababa de publicar en su blog un post con "sus propuestas sobre las reformas pendientes en la economía española". Me animo a leerlo y compruebo en primer lugar lo regular que escribe: "a donde", en lugar de "adonde"; "condición a que" en vez de "condición para que"; el galicismo insufrible de "en base a" y un criterio más que discutible para colocar comas no lo convierten, desde luego, en un escritor impecable. Tampoco me parece un argumentador atractivo, pues, quizá porque su criterio se funde en los "manuales de economía" al uso, y en el periodismo más simplista, incurre, como casi todos, en esas convenciones que, empleando incorrectamente la primera persona del plural, afirman que ahora "somos más pobres" y no podemos "pagar los mismos costes que cuándo éramos más ricos".

En definitiva, su apunte se reduce a plantear cuatro propuestas: (1) apuesta, como muchos, por la I+D, o el "crecimiento inteligente", como él la denomina; (2) acepta la vinculación de los salarios a la productividad, siempre y cuando se tenga en cuenta el "salario real" y se valore la complejidad de ponderarla; (3) una medición ajustada y equitativa de la productividad solo podrá lograrse, a su juicio, dando voz a los trabajadores; y por último, (4) considera conveniente rebajar las cotizaciones a la seguridad social aunque --atentos a la vacua frase-- "signifique modificar la manera en que financiamos las pensiones hacia un esquema en el que la riqueza general del país, vía impuestos, participe en un porcentaje como ocurre en otros países del euro".

Quien iba a instruir en materia económica en tan solo "dos tardes" al presidente del gobierno, quien a la sazón era responsable económico del PSOE por entonces, se limita en definitiva a aceptar la propuesta alemana de vincular sueldos a productividad, señalando, eso sí, los (evidentes) peligros para el poder adquisitivo del trabajador, y a apoyar la tentativa empresarial de rebajar las cotizaciones de la seguridad social, con el resultado, una vez más, de socializar los costes del trabajo (a eso creo que se refiere cuando habla de "la riqueza general del país"). Lo más audaz de todo su discurso conservador es indicar que la "cogestión" made in Germany puede amortiguar el descenso de los salarios. Lo demás, incluido el mantra de la "economía del conocimiento", es humo. Seguidismo e inanidad es lo que hallo en sus "propuestas de reforma para la economía española".

Pero lo sorprendente no es eso. Lo que me deja perplejo y decepcionado es comprobar la falta general de cultura política existente. Le basta a Sevilla con decir que propone una "salida más equitativa a la crisis", con criticar a quienes solo piden "bajar salarios" y con hacer un guiño a los trabajadores, lamentando las "elevadas tasas de paro" que sufren sin ser responsables de la crisis, para que desfile una legión de seguidores incautos que celebran su profundidad de análisis, su progresismo ("¡Ojalá aprendiese el Partido Popular!", dice uno) y su concreción ("¡Muy recomendables, propuestas concretas!", exclama otro).

¿Alguna indicación sobre la variable de los precios para aumentar la competitividad? Ninguna. ¿Propuestas de identificar productividad con beneficio neto empresarial? No, por supuesto. ¿Alternativas claras sobre cómo suplir lo que se deje de recibir con la rebajas de cotizaciones a los empresarios? Tampoco, aunque se intuye que al final del recorrido los salarios habrán de sufragarse con el IVA, como en el Estado liberal. Y es que no falta nada de eso. Sobra con que en este mundo bipolar, intelectualmente devaluado y políticamente estrecho se mencione elogiosamente a los trabajadores para que ya uno pasé por gurú del socialismo y para que su humo evanescente cristalice en propuestas tangibles como rocas. Una pena.

sábado, 12 de marzo de 2011

Irresponsabilidad liberal

El liberalismo, que constantemente invoca a la responsabilidad como clave ética de todo su sistema, promueve, sin embargo, la irresponsabilidad. Al pensar que el orden social se conforma de actos humanos racionales pero impredecibles, cree que la armonía nunca puede proceder de normas heterónomas ni de represión institucional alguna. Solo la autocontención y la autodisciplina pueden garantizar un mínimo de concordia. El problema es que, en el otro extremo, representa la dinámica social como un producto espontáneo, anónimo, ordenado por tendencias invisibles e inmanentes que inexorablemente apuntan a la convergencia. Tal representación, por un lado, provoca el convencimiento de que los acontecimientos sociales carecen de autor y, por tanto, de responsables a los que imputar sus consecuencias, y por otro, generan la infundada creencia en que las fuerzas sociales terminarán ordenándose por sí solas, siendo en última instancia vano y estéril cualquier intento de regulación pública. El liberalismo lleva de este modo en sí el germen de una destrucción de la sociedad que garantiza de paso la impunidad de quienes la llevan a cabo.

Un ejemplo práctico de ello lo da Ignacio Camacho y su simplista, cutre y amanolado tratamiento de todo lo relacionado con la crisis ambiental y con la insostenibilidad ecológica del capitalismo depredador. Probablemente porque, sin decirlo, cobre parte de sus honorarios de empresas energéticas, es el columnista que con mayor tesón defiende la alternativa de la energía nuclear como la opción más rentable, inmediata y realista para resolver nuestro déficit energético. Sin ofrecer nunca dato alguno, suele limitarse a presentar los reactores atómicos como fuentes de energía poco menos que inocuas y a ridiculizar con clichés ocurrentes a sus detractores, presentándolos --como siempre hace el conservadurismo devenido reformista-- como sujetos anacrónicos e inadaptados a la realidad.

En última instancia, esa es su única respuesta frente a las urgentes medidas que intentan proteger mínimamente el medio ambiente. Como buen liberal, y descuidando que todo el derecho se conforma de normas impositivas e interdicciones, dedicaba el otro día uno de sus escritos a la por otros motivos discutible prohibición de circular a más de 110 km/h, calificándola de inadmisible injerencia del poder público en la vida privada de los ciudadanos. Obviando, por supuesto, que el modelo económico vigente disciplina coactivamente los hábitos individuales, Camacho pensaba que la disposición democrática y legítima aludida, sumada a otras tantas como el veto catalán a las corridas de toros o la imposibilidad de fumar en cualquier establecimiento público, eran manifestaciones del "delirio de ingeniería social de este Gobierno", una muestra "del acto de poder que más les gusta, la prohibición, epítome supremo de la facultad de mandar".

A su juicio, no se trata sino de medidas que reflejan el espíritu reaccionario, regresivo, autoritario y antimoderno de la progresía, obstinada en negar el horizonte civilizatorio de la técnica y empeñada en sustituirla por una "utopía antimaquinista", que de buen gusto sustituiría el transporte público por "la diligencia". En la simplificada, torpe y culpable aproximación de Camacho semejantes prohibiciones pretenden universalizar el tipo repugnante del "buen progre moderno", que "se desplaza andando o en bicicleta, envuelve sus compras en bolsas reutilizables y se alumbra con bombillas de bajo consumo subvencionadas"; quieren, en el fondo, instaurar por la fuerza "un mundo sin centrales nucleares, sin coches, sin armas, sin corridas de toros y entregado a la bondad fraterna".

Siendo indulgentes, podríamos referir estas convicciones al ethos conservador, que parte de la maldad congénita del hombre y de su carácter irremediable, de ahí que para Camacho todo esto del medio ambiente se reduzca al antinatural intento de reducir al hombre al "buen salvaje rousseaniano". Parece, sin embargo, que lo propio de su mensaje es más bien la burda ridiculización del ambientalismo, recurso cómodo que ahorra la confrontación argumental y la exposición de datos empíricos. Es más, lo que traspiran sus descalificaciones puede que no sea otra cosa que catetismo provinciano, envuelto desde luego en los oropeles de su atildado barroquismo andaluz, pero demostrativo de que este hombre no conoce siquiera cuáles son los hábitos ecológicos asimilados de Madrid hacia el norte, de ahí que presente como utopía ridícula lo que en cualquier metrópoli centroeuropea es sana rutina, como el desplazamiento en bicicleta, la reducción del consumo de plásticos o la alta imposición fiscal del uso de automóviles.

Por desgracia, al cateto conservador hay veces que le desacreditan y refutan acontecimientos de mayor envergadura que la simple experiencia de los países europeos más avanzados. Eso, y no otra cosa, es lo que ha venido a hacer el terremoto japonés, buena muestra de que eso de la inocuidad de las centrales nucleares es un cuento al servicio de quienes se benefician de ellas. No bastan, empero, tan trágicas negaciones. Como sugeríamos al principio, frente a cualquier eventualidad de este género la réplica conservadora y liberal se encuentra ya prefabricada; así ha pasado en el caso de la crisis económica, que carece de responsables y culpables porque se ha desencadenado anónima y azarosamente, y así pasa ahora también con el seísmo del Pacífico.

Como bien deja claro en su artículo de hoy, es eso mismo lo que ha demostrado el terremoto japonés, que el azar, "lo indescifrable", lo imprevisible, "el infortunio" vuelven cada tanto a demostrar la finitud y la pequeñez de los hombres, siempre y en última instancia "a merced de la naturaleza". Lo decisivo para Camacho, de cualquier modo, es subrayar que en este caso de las "catástrofes" no cabe "el ejercicio favorito de depuración de responsabilidades", no existen ni autores ni culpables, por lo que al hombre solo le cabe resignarse a la experiencia de su propia limitación ontológica.

El planteamiento de Camacho, contrastado con algo de sentido crítico, resulta sencillamente miserable. No se relacionan en ningún momento las respuestas de esa naturaleza a cuya merced estamos (tres terremotos terribles en un año) con la constante represión a la que la sometemos. Y ni siquiera se colige que los efectos de tales catástrofes pueden ser amortiguados a través de acciones voluntarias, de decisiones políticas, de planes económicos y medidas jurídicas y gubernamentales, como bien muestra la desproporción de sus consecuencias en países pobres y países ricos. Probablemente por eso, de manera como digo miserable, Camacho silencia lo más evidente en este sentido: que la decisión política de optar por la energía nuclear está en la base del fatal agravamiento de los efectos del terremoto. Veremos si incluye alguna indicación al respecto en futuras intervenciones. Por ahora se limita a callar y a dar por entendida su respuesta: que nada se puede hacer ante esas "amenazas" impredecibles más que aguantarse.

Es, en última instancia, la receta del liberalismo conservador: soportar dócilmente lo que hay, defender la impunidad de los culpables, traficar y tolerar la muerte ajena (salvo que sea causada por una revolución igualadora o por el terrorismo comunista), considerar inamovible "la eterna diferencia entre pobres y ricos" (¡qué anacronismo tan culpable!), desterrar cualquier afán asegurador porque es imposible conseguir "una sociedad blindada" y promover una mansa adherencia a las direcciones que en la sociedad imprime el poder económico y social. Yo, por mi parte, prefiero una sociedad sin humos, con poquísimos coches, con hábitos ecológicos y sin el riesgo de que cuando irrumpa la naturaleza la planificación urbanística y energética imputable a mis gobiernos siembre la muerte en mi país.