lunes, 21 de marzo de 2011

No a esta guerra

Como este blog fue inaugurado con el propósito de polemizar con sujetos e ideas concretos de actualidad, en lugar de para exponer convicciones o críticas de carácter más general (para lo que está Meine Zeit), y animado por el debate que en twitter se está dando acerca de la intervención armada en Libia, pongo por escrito mi parecer, que no se asemeja a ninguno de los que voy leyendo, ni al apoyo entusiasta que la pinta como la condición necesaria para liberar a un pueblo ni a la negación cerrada que intenta expulsar la violencia y la guerra de las mismas relaciones humanas, ni tampoco, en fin, el decepcionante camino de enmedio que han tomado los de Equo e ICV, que apoyan la guerra en la medida en que se realiza en cumplimiento de una resolución, autorizándola, de la ONU.

Estoy en contra de esta guerra por tres motivos principales, que se resumen, como los mandamientos, en uno: que no me creo --como Danae me insiste a diario-- nada, ni una palabra, del relato, ni de los conceptos, que han sido empleados para contarnos el conflicto árabe, y particularmente el libio.

(1) No puedo estar a favor de esta guerra porque el principio que pretende legitimarla, a saber, que es una intervención para impedir que Gadafi masacre a su propia población no resulta cumplido universalmente por las potencias. Esas mismas masacres se dan en otras latitudes, ahora bien cercanas, sin que 'la comunidad internacional' (es decir, las potencias occidentales) se planteen siquiera amonestar a los responsables de las matanzas. ¿Qué habría si no que haber hecho con Álvaro Uribe y sus decenas de miles de muertos en fosas comunes? Según esta premisa, intervenir para derrocarlo, en lugar de consentirlo y financiarlo. Y como no se hizo, pues no me creo que ahora sea ése el móvil real.

(2) Pero es que tampoco me trago la contraposición simplista que los medios --agentes de la propaganda de las potencias en este punto, y probablemente en casi todos-- hacen entre el dictador Gadafi y el 'pueblo libio'. Hasta donde alcanzo a saber, lo que allí venía aconteciendo oponía a un tirano, respaldado hasta el momento por las potencias, por el ejército y por parte de la población, y a un numeroso colectivo de rebeldes, que resulta que, a diferencia de los manifestantes de Túnez, Yemen, El Cairo o Bahrein, estaban ya considerablemente armados. En aplicación estricta del derecho estatal e internacional al uso, lo que allí se había desencadenado era una guerra civil, o más bien, visto el curso de los acontecimientos, un conato de rebeldía armada contra el orden establecido, que siempre trata de ser reprimido por las armas con la neutralidad de las potencias extranjeras con base en el principio de no injerencia en los asuntos internos.

(3) Pero una vez que se ha decidido incumplir tal principio, aun haciéndolo con la legitimidad que para ello confiere la ONU (no se olvide), habrá que preguntarse ¿a quién estamos ayudando? ¿a quiénes representan esos rebeldes que cuentan con el respaldo occidental y que curiosamente ya se hallaban armados? ¿y qué proyecto político pretendían instaurar contra la voluntad del dictador? Creo que sin saber una coma sobre estos extremos resulta demasiado exigente solicitar la aquiescencia para algo de tanto calibre como lo es una intervención armada con resultado inevitable de sembrar la muerte. Pero si no se ha facilitado ni un dato al respecto, no es porque no se conozca, sino sencillamente porque no se quiere que se sepa, pues lo contrario despertaría el rechazo popular, acallado por ahora con el pretexto ideológico de que se está contribuyendo a que un pueblo se sacuda el yugo de una tiranía.

En definitiva, si no se sabe a quién se apoya, si no se conoce el objetivo real de la intervención, si vulnera relativamente además un principio básico del derecho internacional como el de no intervención, si se bombardea, en fin, sin responder a estas inquietudes elementales, lo más sensato es que uno muestre sus reticencias y no pueda apoyar incondicionalmente algo que supone la muerte de civiles, como tampoco puede prestarle obediencia ciega a nadie que la reclame a cambio de fe, a no ser, claro, que se tenga vocación de lacayo.

Por eso me muestro crítico respecto de los que respaldan esta intervención. Desde luego, los menos fervorosos, como los de ICV y Equo, apuntan un dato razonable, que los maximalistas olvidan. No se trata, obviamente, de comparar la solicitud de intervención por parte de la España republicana a las potencias democráticas en 1937, porque a aquel auxilio, por otra parte insatisfecho, precedía la intervención en favor del bando sublevado de las potencias fascistas europeas (Alemania e Italia). Es más, de encontrarse respaldado militarmente en estos momentos Gadafi por, pongamos por caso, China y Rusia, las restantes potencias habrían callado miserablemente.

No es ése el hecho diferencial, claro, sino la autorización de la ONU, hoy por hoy el organismo con mayor representación internacional y, por tanto, el único dotado de legitimidad para administrar la guerra, un fenómeno que es tan deleznable como inevitable. (Por eso, dicho sea de paso, mostraba ayer una visión tan estrecha, sesgada y unilateral nuestro ínclito Ignacio Camacho, a quien le parece más legítima internacionalmente la OTAN que la ONU, que cuenta entre sus miembros con regímenes tan sospechosos como Rusia y China, como si tales países, independientemente de su sistema político, no conformasen --ni tuviesen un considerable peso específico en-- la sociedad internacional). Ahora bien, ¿no choca este súbito respeto por los dictados de la ONU cuando todos los restantes, sobre todo aquellos que hablan de defensa de derechos, recuperación de la memoria o lucha contra la pobreza, caen siempre, inexorablemente, en saco roto? ¿No parece obvio --señores/as de Equo-- que la ONU más bien resulta aquí, como en otras ocasiones, instrumentalizada para conceder el fiat de legitimidad a un acuerdo adoptado de antemano por las potencias?

De ahí que centrarlo todo en la autorización de una ignorada y desprestigiada institución internacional no sea suficiente para respaldar la intervención, mucho menos sin plantear y despejar siquiera ninguno de los interrogantes precedentes. Sin embargo, ¿resulta atendible la consigna del No a la guerra como principio absoluto que proclama en estos días cierta izquierda? Tampoco lo creo, no ya porque niegue toda la historia, sino porque abole inconscientemente los presupuestos éticos que insuflan vida a esa misma izquierda en nombre de la cual se habla. Porque, por fuerte que resulte, la violencia continúa siendo un medio legítimo para derrocar a un tirano y conquistar el poder, pero a condición de que el sujeto que la ejerce sea precisamente el pueblo que sufre el despotismo, y no unos poderes que desde hace décadas, y más en los últimos dos años, han demostrado sin cesar estar al servicio de la mayor tiranía existente en estos momentos: la de los negocios, en cuyo nombre, es más que probable, se esté de nuevo conduciendo esta deplorable conflagración.


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