lunes, 14 de marzo de 2011

Economicismo, silencios y retractaciones en torno a la opción nuclear

Con la catástrofe japonesa vengo a enterarme de que Jordi Sevilla, exministro de Administraciones Públicas y, por cierto, tipo gentil y generoso, apostó recientemente por la prolongación de la vida de las centrales nucleares en detrimento de las energías renovables. La razón esgrimida, como en tantas otras ocasiones, es el ahorro que permitiría esta medida en comparación con el recurso a otras fuentes, más ecológicas, pero, por lo visto, mucho más caras. Se trataría de cualquier modo de alargar la vida de las centrales ya establecidas, con el riesgo consiguiente, y en ningún caso de construir otras nuevas, lo cual nivelaría prácticamente los costes.

Lo que más me llama la atención de la noticia, que supuestamente manifiesta el parecer de Sevilla, es que prácticamente todo el argumento se reduzca al ahorro económico de la opción por el uranio, sin añadir otros factores. Cualquier economista sabe que dicho argumento (tan limitado en este caso, insisto, pues montar nuevas centrales es también muy caro) no es suficiente ni tan siquiera para resolver un concurso público. Lo más barato puede terminar saliendo caro. Un diferencial de gasto de un 30 o 40% no suele impedir que cualquier particular opte por comprarse un coche más seguro o adquirir una casa en un lugar menos ruidoso. Variables como la calidad de vida o la seguridad tienen su precio y no siempre hay problemas para pagarlo.

¿Existen en este caso? Difícil es creerlo, viendo las cantidades milmillonarias, financiadas con deuda pública, que se están poniendo a disposición de la reestructuración bancaria. Pero, aparte de los fondos colectivos destinados a socializar las pérdidas de estas entidades, existe también la posibilidad de fiscalizar bastante más toda la implantación de las renovables. ¿Tan complicado es percatarse de que la salida (propia de la gobernanza) de las subvenciones directas a particulares es caldo de cultivo de especulación, fraude y corruptelas? Seguramente tomando otras vías más estatalistas sea posible abaratar la opción de las renovables, que a largo plazo probablemente sean más rentables y seguras que unas centrales desvencijadas y obsoletas.

De nada de esto ha hablado en estos días Sevilla, ni en su blog ni en su twitter. Como insinuaba Vicente Vallés hoy mismo, acaso no sea el momento adecuado para ponderar, así en caliente por lo que ocurre en Japón, la oportunidad y conveniencia de la opción nuclear. Creo, sin embargo, que el pretexto yerra desde su misma base. Solo cuando se tienen todas las variables sobre la mesa, exclusivamente cuando se tienen presentes todos los extremos y todos los factores de un problema, puede tomarse una decisión racional, esto es, consciente de todas sus posibles consecuencias. Con la estupefaciente propaganda corporativa a su favor, la alternativa nuclear se había presentado poco menos que como inocua, potente y beneficiosa. Ahí vemos que no. Que, junto a los residuos altamente contaminantes y prácticamente eternos, cabe la posibilidad de que provoquen un verdadero desastre.

Mejor de cualquier modo un silencio prudente y táctico que la repugnante réplica de la extrema derecha, manifestada hoy en una breve editorial de ABC en la que censuraba a la "izquierda radical y sectaria", esto es, a IU, por "arrimar el ascua a su sardina" aprovechando el desastre japonés. Parecería que los antinucleares están frotándose las manos a la espera de que estallen todas las centrales y perezcan millones de personas. Creo, en cambio, que no hay nada más trágico y desesperanzador para un anti-nuclear que ver corroborada de esta manera sus advertencias. Pero, recuérdese, tales advertencias eran precisamente proclamadas para evitar un desastre de este género, no para celebrarlo y regodearse con él.

Y, hábil como siempre, nuestro habitual interlocutor Camacho supo presentarse como opinante neutral en el debate entre los nucleares y sus detractores, invitando a ambos a moderar sus posturas y a abandonar "prejuicios", pero ocultando de paso que en muchas ocasiones él ha estado de lado de los primeros, como deja ver en más de una ocasión en su artículo de ayer, donde lamenta que las actuales circunstancias puedan frenar la reciente inclinación gubernamental por "la opción atómica".



domingo, 13 de marzo de 2011

Sobre la preparación económica de Sevilla

Hay propuestas que califican políticamente a quien las lanza. Mucho más si tienen que ver con la imposición fiscal, instrumento indispensable para mantener servicios y redistribuir los frutos de una riqueza que siempre es producida entre todos. Por eso, cuando supe que Jordi Sevilla era uno de quienes proponían reducir los tramos del IRPF, deduje de inmediato que engrosaba las filas del socioliberalismo, de esa doctrina que ha llevado a la socialdemocracia, a fuerza de adulterarla, al más estrepitoso fracaso y a la más culpable complicidad con la provocación de los acontecimientos que sufrimos.

Como me he aficionado a twitter, sigo algunas de sus iniciativas y comentarios. En su tweet hacía saber hoy que acababa de publicar en su blog un post con "sus propuestas sobre las reformas pendientes en la economía española". Me animo a leerlo y compruebo en primer lugar lo regular que escribe: "a donde", en lugar de "adonde"; "condición a que" en vez de "condición para que"; el galicismo insufrible de "en base a" y un criterio más que discutible para colocar comas no lo convierten, desde luego, en un escritor impecable. Tampoco me parece un argumentador atractivo, pues, quizá porque su criterio se funde en los "manuales de economía" al uso, y en el periodismo más simplista, incurre, como casi todos, en esas convenciones que, empleando incorrectamente la primera persona del plural, afirman que ahora "somos más pobres" y no podemos "pagar los mismos costes que cuándo éramos más ricos".

En definitiva, su apunte se reduce a plantear cuatro propuestas: (1) apuesta, como muchos, por la I+D, o el "crecimiento inteligente", como él la denomina; (2) acepta la vinculación de los salarios a la productividad, siempre y cuando se tenga en cuenta el "salario real" y se valore la complejidad de ponderarla; (3) una medición ajustada y equitativa de la productividad solo podrá lograrse, a su juicio, dando voz a los trabajadores; y por último, (4) considera conveniente rebajar las cotizaciones a la seguridad social aunque --atentos a la vacua frase-- "signifique modificar la manera en que financiamos las pensiones hacia un esquema en el que la riqueza general del país, vía impuestos, participe en un porcentaje como ocurre en otros países del euro".

Quien iba a instruir en materia económica en tan solo "dos tardes" al presidente del gobierno, quien a la sazón era responsable económico del PSOE por entonces, se limita en definitiva a aceptar la propuesta alemana de vincular sueldos a productividad, señalando, eso sí, los (evidentes) peligros para el poder adquisitivo del trabajador, y a apoyar la tentativa empresarial de rebajar las cotizaciones de la seguridad social, con el resultado, una vez más, de socializar los costes del trabajo (a eso creo que se refiere cuando habla de "la riqueza general del país"). Lo más audaz de todo su discurso conservador es indicar que la "cogestión" made in Germany puede amortiguar el descenso de los salarios. Lo demás, incluido el mantra de la "economía del conocimiento", es humo. Seguidismo e inanidad es lo que hallo en sus "propuestas de reforma para la economía española".

Pero lo sorprendente no es eso. Lo que me deja perplejo y decepcionado es comprobar la falta general de cultura política existente. Le basta a Sevilla con decir que propone una "salida más equitativa a la crisis", con criticar a quienes solo piden "bajar salarios" y con hacer un guiño a los trabajadores, lamentando las "elevadas tasas de paro" que sufren sin ser responsables de la crisis, para que desfile una legión de seguidores incautos que celebran su profundidad de análisis, su progresismo ("¡Ojalá aprendiese el Partido Popular!", dice uno) y su concreción ("¡Muy recomendables, propuestas concretas!", exclama otro).

¿Alguna indicación sobre la variable de los precios para aumentar la competitividad? Ninguna. ¿Propuestas de identificar productividad con beneficio neto empresarial? No, por supuesto. ¿Alternativas claras sobre cómo suplir lo que se deje de recibir con la rebajas de cotizaciones a los empresarios? Tampoco, aunque se intuye que al final del recorrido los salarios habrán de sufragarse con el IVA, como en el Estado liberal. Y es que no falta nada de eso. Sobra con que en este mundo bipolar, intelectualmente devaluado y políticamente estrecho se mencione elogiosamente a los trabajadores para que ya uno pasé por gurú del socialismo y para que su humo evanescente cristalice en propuestas tangibles como rocas. Una pena.

sábado, 12 de marzo de 2011

Irresponsabilidad liberal

El liberalismo, que constantemente invoca a la responsabilidad como clave ética de todo su sistema, promueve, sin embargo, la irresponsabilidad. Al pensar que el orden social se conforma de actos humanos racionales pero impredecibles, cree que la armonía nunca puede proceder de normas heterónomas ni de represión institucional alguna. Solo la autocontención y la autodisciplina pueden garantizar un mínimo de concordia. El problema es que, en el otro extremo, representa la dinámica social como un producto espontáneo, anónimo, ordenado por tendencias invisibles e inmanentes que inexorablemente apuntan a la convergencia. Tal representación, por un lado, provoca el convencimiento de que los acontecimientos sociales carecen de autor y, por tanto, de responsables a los que imputar sus consecuencias, y por otro, generan la infundada creencia en que las fuerzas sociales terminarán ordenándose por sí solas, siendo en última instancia vano y estéril cualquier intento de regulación pública. El liberalismo lleva de este modo en sí el germen de una destrucción de la sociedad que garantiza de paso la impunidad de quienes la llevan a cabo.

Un ejemplo práctico de ello lo da Ignacio Camacho y su simplista, cutre y amanolado tratamiento de todo lo relacionado con la crisis ambiental y con la insostenibilidad ecológica del capitalismo depredador. Probablemente porque, sin decirlo, cobre parte de sus honorarios de empresas energéticas, es el columnista que con mayor tesón defiende la alternativa de la energía nuclear como la opción más rentable, inmediata y realista para resolver nuestro déficit energético. Sin ofrecer nunca dato alguno, suele limitarse a presentar los reactores atómicos como fuentes de energía poco menos que inocuas y a ridiculizar con clichés ocurrentes a sus detractores, presentándolos --como siempre hace el conservadurismo devenido reformista-- como sujetos anacrónicos e inadaptados a la realidad.

En última instancia, esa es su única respuesta frente a las urgentes medidas que intentan proteger mínimamente el medio ambiente. Como buen liberal, y descuidando que todo el derecho se conforma de normas impositivas e interdicciones, dedicaba el otro día uno de sus escritos a la por otros motivos discutible prohibición de circular a más de 110 km/h, calificándola de inadmisible injerencia del poder público en la vida privada de los ciudadanos. Obviando, por supuesto, que el modelo económico vigente disciplina coactivamente los hábitos individuales, Camacho pensaba que la disposición democrática y legítima aludida, sumada a otras tantas como el veto catalán a las corridas de toros o la imposibilidad de fumar en cualquier establecimiento público, eran manifestaciones del "delirio de ingeniería social de este Gobierno", una muestra "del acto de poder que más les gusta, la prohibición, epítome supremo de la facultad de mandar".

A su juicio, no se trata sino de medidas que reflejan el espíritu reaccionario, regresivo, autoritario y antimoderno de la progresía, obstinada en negar el horizonte civilizatorio de la técnica y empeñada en sustituirla por una "utopía antimaquinista", que de buen gusto sustituiría el transporte público por "la diligencia". En la simplificada, torpe y culpable aproximación de Camacho semejantes prohibiciones pretenden universalizar el tipo repugnante del "buen progre moderno", que "se desplaza andando o en bicicleta, envuelve sus compras en bolsas reutilizables y se alumbra con bombillas de bajo consumo subvencionadas"; quieren, en el fondo, instaurar por la fuerza "un mundo sin centrales nucleares, sin coches, sin armas, sin corridas de toros y entregado a la bondad fraterna".

Siendo indulgentes, podríamos referir estas convicciones al ethos conservador, que parte de la maldad congénita del hombre y de su carácter irremediable, de ahí que para Camacho todo esto del medio ambiente se reduzca al antinatural intento de reducir al hombre al "buen salvaje rousseaniano". Parece, sin embargo, que lo propio de su mensaje es más bien la burda ridiculización del ambientalismo, recurso cómodo que ahorra la confrontación argumental y la exposición de datos empíricos. Es más, lo que traspiran sus descalificaciones puede que no sea otra cosa que catetismo provinciano, envuelto desde luego en los oropeles de su atildado barroquismo andaluz, pero demostrativo de que este hombre no conoce siquiera cuáles son los hábitos ecológicos asimilados de Madrid hacia el norte, de ahí que presente como utopía ridícula lo que en cualquier metrópoli centroeuropea es sana rutina, como el desplazamiento en bicicleta, la reducción del consumo de plásticos o la alta imposición fiscal del uso de automóviles.

Por desgracia, al cateto conservador hay veces que le desacreditan y refutan acontecimientos de mayor envergadura que la simple experiencia de los países europeos más avanzados. Eso, y no otra cosa, es lo que ha venido a hacer el terremoto japonés, buena muestra de que eso de la inocuidad de las centrales nucleares es un cuento al servicio de quienes se benefician de ellas. No bastan, empero, tan trágicas negaciones. Como sugeríamos al principio, frente a cualquier eventualidad de este género la réplica conservadora y liberal se encuentra ya prefabricada; así ha pasado en el caso de la crisis económica, que carece de responsables y culpables porque se ha desencadenado anónima y azarosamente, y así pasa ahora también con el seísmo del Pacífico.

Como bien deja claro en su artículo de hoy, es eso mismo lo que ha demostrado el terremoto japonés, que el azar, "lo indescifrable", lo imprevisible, "el infortunio" vuelven cada tanto a demostrar la finitud y la pequeñez de los hombres, siempre y en última instancia "a merced de la naturaleza". Lo decisivo para Camacho, de cualquier modo, es subrayar que en este caso de las "catástrofes" no cabe "el ejercicio favorito de depuración de responsabilidades", no existen ni autores ni culpables, por lo que al hombre solo le cabe resignarse a la experiencia de su propia limitación ontológica.

El planteamiento de Camacho, contrastado con algo de sentido crítico, resulta sencillamente miserable. No se relacionan en ningún momento las respuestas de esa naturaleza a cuya merced estamos (tres terremotos terribles en un año) con la constante represión a la que la sometemos. Y ni siquiera se colige que los efectos de tales catástrofes pueden ser amortiguados a través de acciones voluntarias, de decisiones políticas, de planes económicos y medidas jurídicas y gubernamentales, como bien muestra la desproporción de sus consecuencias en países pobres y países ricos. Probablemente por eso, de manera como digo miserable, Camacho silencia lo más evidente en este sentido: que la decisión política de optar por la energía nuclear está en la base del fatal agravamiento de los efectos del terremoto. Veremos si incluye alguna indicación al respecto en futuras intervenciones. Por ahora se limita a callar y a dar por entendida su respuesta: que nada se puede hacer ante esas "amenazas" impredecibles más que aguantarse.

Es, en última instancia, la receta del liberalismo conservador: soportar dócilmente lo que hay, defender la impunidad de los culpables, traficar y tolerar la muerte ajena (salvo que sea causada por una revolución igualadora o por el terrorismo comunista), considerar inamovible "la eterna diferencia entre pobres y ricos" (¡qué anacronismo tan culpable!), desterrar cualquier afán asegurador porque es imposible conseguir "una sociedad blindada" y promover una mansa adherencia a las direcciones que en la sociedad imprime el poder económico y social. Yo, por mi parte, prefiero una sociedad sin humos, con poquísimos coches, con hábitos ecológicos y sin el riesgo de que cuando irrumpa la naturaleza la planificación urbanística y energética imputable a mis gobiernos siembre la muerte en mi país.

miércoles, 1 de diciembre de 2010

Guardiola vs. Mourinho

No entiendo casi nada de fútbol. No habré visto más que unas pocas decenas de partidos en mi vida, la mayoría de ellos de la selección. Solo me he emocionado intensa y sinceramente con la última competición mundial, cantando el gol de la victoria durante casi cinco minutos seguidos ante una pantalla gigante instalada en la Rossmarktplatz de Fráncfort. Pero tanta ignorancia no me ha impedido esbozar una sonrisa cuando, ayer, conocí el avasallador triunfo del Barcelona frente al Madrid y, acto seguido, recordé el artículo que a Mourinho había dedicado Camacho en las vísperas del encuentro.

Creo sinceramente que nuestro autor padece una seria monomanía con el presidente del gobierno, cuya talla intelectual y política no da desde luego para tanto. Las obsesiones suelen ser el preludio de desbarres y olvidos porque componen el motor de un razonamiento errado que, en sustancia, solo resalta lo que confirma la obsesión, para obviar las evidencias que la contradicen. Eso ha ocurrido hoy mismo, cuando ya daba por hecho que Zapatero volaba hacia Bolivia para reunirse con Evo Morales --oh, pecado--, dejando en España "un sideral vacío de gobernanza" (ojo al abuso del último término), mientras que el presidente anunciaba a media mañana que suspendía su gira sudamericana para presidir el Consejo de Ministros que va a decretar los últimos recortes, aquellos que, entre otros, el mismo Camacho lleva meses reclamando.

Patinazo similar cometió el lunes al elogiar las presuntas virtudes que adornan al entrenador del Madrid para elevarlo, en definitiva, a la condición de "líder antipático", a contrafigura y negativo de un gobernante pusilánime y superficial como Zapatero. Ahí van algunas de tales cualidades morales: "triunfador que no pide perdón por salirse de la imperante mediocridad", granjeándose así la envidia y el rechazo de la gris generalidad; "ganador con motivos para sacar pecho"; un tipo "orlado por el aura del éxito social", colocado "por encima de la media" y que se puede permitir el lujo de "respaldar su inmodestia con una deslumbrante hoja de servicios"; y, como entrenador, ejemplo de "liderazgo de perfil duro", consciente de que la victoria solo "llega por caminos cooperativos". Así pues, Mourinho representa nada menos "que la clase de dirigente que se necesita en circunstancias difíciles, cuando se requiere de alguien que no se esconda ante las adversidades ni tenga prioridad por caer simpático". En fin: el líder ideal para superar una crisis como la presente, porque arriesga a ganar, lo hace con valentía y seguro de sí mismo, aunque eso le cueste la antipatía popular. El dirigente (o Mesías) que necesita España, en definitiva.

Parece, en cambio, que los resultados no avalan la eficacia de esta estrategia. A la antipatía justificada por su prepotencia se suma el dato inequívoco de un fracaso rotundo. De una derrota provocada precisamente por un modelo opuesto de dirección y liderazgo, por un estilo justamente inverso. Se trata de una actitud basada en la perseverancia, en la confianza mezclada de autoridad hacia los jugadores, en la vocación, en la huida de los focos y protagonismos ajenos al núcleo de la profesión; se trata de un modo de actuar refractario a notoriedades basadas en el escándalo y en la ramplona provocación, proclive al cálculo a medio-largo plazo, reacio a las reacciones inmediatas y exclusivamente centrado en el cultivo esmerado del propio oficio. Guardiola exhibe así, frente al estilo de Mourinho, una manera de proceder que, como demuestra el resultado del lunes, concluye por triunfar de manera inapelable, no solo en el duelo más famoso de la liga, un encuentro momentáneo al fin y al cabo, sino en el balance general de partidos en que ha ido participando desde hace ya algunos años.

Si para Camacho Mourinho es el arquetipo ideal de gobernante, para quien suscribe Guardiola es el modelo que habrían debido imitar empresarios, banqueros, financieros y demás agentes económicos para evitar la crisis en que nos encontramos hundidos principalmente por su gestión irresponsable. Y no me refiero sino a un modelo de empresario menos preocupado por ostentar de manera prepotente un éxito efímero con gastos suntuosos, cálculos cortoplacistas y culpable imprevisión, y más centrado en sentir su oficio en términos de ascetismo vocacional, de entrega a la sociedad y de adhesión auténtica a una tarea de cuyo éxito, en efecto, depende el disfrute y bienestar, no ya de los propios seguidores, sino del conjunto de la sociedad.

domingo, 28 de noviembre de 2010

¿Propaganda o torpeza?

Aunque sean unas pocas notas, no me resisto a dar la réplica al infumable artículo que hoy publica nuestro articulista. Si no se ha prodigado últimamente en este blog ha sido porque, a quien suscribe, casi todas sus opiniones, la mayoría críticas con el actual gobierno, le han parecido bien fundadas y cargadas de razón. La sintonía desaparece cuando el incauto Camacho se suma a las loas al mercado e incurre en el anacronismo de adornar al actual empresario con las mismas virtudes con que contaba el abnegado, previsor y responsable empresario weberiano.

Lo de menos es que en su artículo lata la tentación rebelde de la derecha española, sugiriendo retrospectiva y tácitamente que lo mejor habría sido que los "capitanes" del Ibex hubiesen plantado al presidente del gobierno. Lo peor, como digo, es la imagen falseada, ideológica, que traslada de la actividad empresarial. Ahí van algunas "perlas":

Según Camacho, muchos de los asistentes "han palmado millones en esta semana de turbulencias bursátiles". Como se comprenderá, esto es una ficción. Las acciones de cualquier empresa pueden bajar de precio por el efecto que produce, no ya un exceso, sino la simple acumulación de su venta. Quien efectivamente ha perdido dinero es aquel que ha vendido en dicha acumulación de oferta a un precio menor del que compró. Los que, sin embargo, mantienen sus inversiones no han perdido nada, por mucho que el valor bursátil de su parte del capital haya bajado de manera episódica. Y nadie, claro, puede creerse que una bajada coyuntural en el precio de las acciones, que puede compensarse con creces con una subida posterior, equivale a una pérdida de dinero a raudales, mucho menos en estos tiempos de "volatilidad financiera".

Para nuestro apreciado escritor, el empresario, además, "se juega su dinero" en una selva de competencia, y si España todavía tiene cierta credibilidad en el exterior, no es desde luego por su gobierno, ni por sus ciudadanos, sino por "el esfuerzo y la eficacia de unas empresas que, a diferencia de los políticos, trabajan poniendo en riesgo el dinero y las propiedades de sus accionistas". Uno comprende que haya de contentar al amo y a la parroquia para continuar viviendo, pero no por ello ha de tragarse tamaña falsedad.

Al menos desde el último tramo del siglo XIX comenzó a crearse por Europa un nuevo instituto jurídico llamado sociedad anónima. Los liberales clásicos se echaron las manos a la cabeza, pues ello suponía poner al frente de las empresas, hasta el momento familiares, a consejos de administradores en última instancia irresponsables, pues no eran propietarios ni de acciones ni de empresas. Como todo el mundo sabe, esa figura es la que hoy impera en el mundo de la gran empresa, que no está, por tanto, dirigida por sus abnegados propietarios, sino por gestores que cobran sueldos multimillonarios y bonus por las ganancias extra que consigan para su entidad.

Quedan entonces los accionistas. Responden, efectivamente, con la aportación que hayan realizado al capital de la empresa, pero ¿también con su patrimonio personal? En absoluto, a no ser que hayan incurrido en delito en la gestión de la empresa, si es que estaba en sus manos, que ya sabemos que no suele estar. Conviene así desterrar esa imagen de grandes empresarios que arriesgan sus propios fondos con sus actividades, cuando lo que existe en realidad es un régimen de responsabilidad limitada al capital de la sociedad. Pero es que ni siquiera cuando existen pérdidas efectivas terminan al final respondiendo con lo aportado. Ya está ahí el dinero público para rescatarlas. Basta, pues, con remitirse a la realidad de estos últimos años para comprobar lo desfasada que está esa imagen del empresario arriesgado y valiente que pone sobre la mesa su propio parné, pues lo que hemos y estamos presenciando no es sino la regla inquebrantable del capitalismo de socializar las pérdidas de ciertas corporaciones. No, claro, de pequeños empresarios, que aunque haya muchos, representan poco del PIB; pero sí de aquellas corporaciones como las que ayer estuvieron representadas en Moncloa.

Y para concluir, Camacho no se resiste a recurrir al mantra derechista de nuestros días, por simplista e inverosímil que resulte: "es por culpa del presidente y sus políticas por lo que se han desmoronado los valores financieros y se han desplomado los valores de sus compañías". Aparte de la inoportuna, y poco habitual, reiteración del término "valores", esta frase resulta a estas alturas un insulto intolerable, no ya a la inteligencia, sino al sentido común, a eso que a ellos tanto les gusta apelar. En España el empresariado debe el 142% del PIB, casi el triple de lo que deben Estado, comunidades, diputaciones y ayuntamientos juntos. En España, la deuda soportada en los balances de la banca ni siquiera está cifrada, así que vayan imaginando. Y en España existe una deuda pública notoriamente menor a la de Francia, Italia o Gran Bretaña, buena parte de la cual ha debido emitirse precisamente para afrontar la irresponsabilidad del sector privado, para evitar precisamente que esos señores a quienes Zapatero invitó arriesgasen efectivamente su dinero. ¿Quién es, por tanto, el culpable de ese descrédito --por exceso de crédito-- de la economía española?

Al opinar así, no sabemos si por torpeza o por malévola deliberación, Camacho no se suma sino a la estrategia programada de amedrentamiento generalizado y desmantelación de lo que existe de sector público y Estado del bienestar. Cuando periodistas como él apremian al gobierno para que no espere a marzo, para que no se atenga a deliberaciones ni diálogos, y privatice ya cajas de ahorros, reforme ya el sistema de pensiones y acabe de una vez con la negociación colectiva --protegida por la Constitución-- con el fin de dar "credibilidad a los mercados", contentarlos y poder salir así de la crisis, no muestran sino su apoyo a este inadmisible chantaje y su escasísima, por no decir nula, sensibilidad democrática, de la que en cambio blasonan en otros asuntos cuando les conviene. Apoyan, en definitiva, la dictadura de los mercados --es decir, de unos señores de carne y hueso-- sobre toda la ciudadanía, y lo hacen desde un desconocimiento culpable de la economía amparando medidas que conducen derechamente al empobrecimiento y la discordia social.

Si fueran sinceros, si contasen con un ápice de coherencia y rectitud ideológica, habrían de celebrar la reunión de ayer, pues el resultado, según leo en la prensa, es que el presidente se ha comprometido "a acelerar las reformas", doblegándose así ante sus admoniciones. En cambio, no localizo en ningún lado a qué se han comprometido a cambio tan dignos señores, beneficiarios, como el mismo Camacho reconoce, de muchísimo dinero público. Probablemente a nada, pues la irresponsabilidad es su divisa y su actitud ante los negocios y ante la cosa pública.

miércoles, 24 de noviembre de 2010

Mercado inmaculado

La mejor forma de ocultar las responsabilidades individuales en los sucesos humanos es disfrazar a éstos de acontecimientos naturales. Todo lo malo que ocurre se debe entonces a fuerzas inescrutables, a impulsos anónimos, a procesos sin rostro y sin autor. La modernísima sociología, con sus teorías del riesgo y la liquidez, presta sustento a esta representación: en una sociedad compleja, compuesta y creada por una madeja de acciones concurrentes y equipotentes, resulta inviable cambiar nada de golpe, como imposible es también identificar al autor de lo que en ella sucede. Las fábulas que nos hablaban de círculos de poderosos, de centros decisorios elitistas, de sujetos que concentraban en sí la prerrogativa para decidir el futuro de sus semejantes, no son más que eso, fábulas y mitologías para consumo de una izquierda desfasada.

A este relato, cada vez más inverosímil vistos los tiempos que corren, se suma hoy nuestro ínclito columnista. Y lo hace del modo más ramplón imaginable: empleando la metáfora vírica. Lo de menos es que la emplee mal, recetando como remedio "antibióticos" en lugar de antivirales. Lo preocupante es que la imagen resultante de los "mercados financieros", esa buena "gente que nos ha prestado dinero para mantener un gasto hipertrofiado", y el diagnóstico de la situación político-económica actual, son pura falsedad y promueven en el fondo la actitud vital que en última instancia nos ha conducido a la crisis.

En el artículo abundan los lugares comunes de la derecha española en estos tiempos. A su juicio, esta "crisis de confianza" se debe principalmente a la (falta de) acción del gobierno. Ésta se ha caracterizado, de una parte, por no detectar, y por tanto no encarar, la crisis, y de otra, por derrochar dinero público. En esta interpretación se oculta, sin embargo, la realidad de las cifras: (1) la merma de las arcas públicas procedió no solo de derramas electoralistas como el cheque-bebé y los famosos cuatrocientos euros, todas ellas imperdonables, sino también de la bajada de impuestos a las rentas altas, que se acometió cumpliendo la doctrina liberal del estímulo de la oferta, que se ha revelado entonces del todo errada; (2) el endeudamiento comenzó a agravarse precisamente a consecuencia de los fondos que hubo de poner a disposición de las entidades financieras para evitar su quiebra; (y 3) aun así, la deuda española --que el año pasado ascendía a más de 3 billones de euros-- se distribuye de un modo en el que la parte menor corresponde a los organismos públicos (64,3% del PIB), la mediana a las familias y particulares (86,5%), llevándose la del león precisamente las empresas y bancos (mucho más del 140,3%).

El problema, por tanto, no es la simplificación que supone atribuir al gobierno la autoría de los fenómenos económicos en una sociedad de libre mercado, tal y como si viviésemos en la época y el lugar de los planes quinquenales. La cuestión es la falsedad contenida en tal descripción, solo explicable como propaganda derechista o como estrategia para, creando un chivo expiatorio (la deuda de las administraciones), contribuir al desmantelamiento y privatización de los servicios públicos, verdadero objetivo final de esta crisis deliberada.

Pero si el gobierno es culpable no solo es a causa de sus derroches, sino también por obra de su pasividad. Por haber "rechazado la vacuna del ajuste", por limitarse a "tomar aspirinas para bajar la fiebre", nuestros dirigentes nos estarían condenando así a una terapia de choque final que nos resultará mucho más traumática. Se da por hecho entonces que la única salida del atolladero es la del recorte del gasto público. No obstante, Irlanda, con sus sensibles bajadas de sueldo a los empleados públicos, demuestra lo contrario, como también empieza a demostrarlo una España donde la subida del IVA y el descenso salarial estancan, como no podía ser de otra forma, el crecimiento, retardando así la recuperación.

En definitiva, la derecha mediática española, representada fielmente en este texto por Camacho, apoya y justifica esta "latinoamericanización" de Europa, esta construcción heterónoma y neoliberal de la cosa pública que allí donde se llevó a cabo solo produjo pobreza, discordia y una reacción ante la que esos mismos derechistas se sienten aterrados. Pero la cuestión cuenta con mayor carga de profundidad, tiene en concreto naturaleza existencial, al transmitir una actitud ante lo social basada en la ignorancia y la pasividad. Los peligros económicos que se ciernen sobre los sujetos, según esta metaforología médica, son de la misma condición que los fenómenos naturales y las enfermedades que de imprevisto pueden atacarlos. Nada se puede hacer para proscribirlos definitivamente, aunque sí para prevenirlos, llevando una vida lo más sana, prudente y abnegada posible. La resignación es la clave, pues en última instancia es la providencia la que ordena y manda. Pero esta actitud, a mi entender, es la misma que ha conducido a la crisis: una actitud en cuyo horizonte mental se encuentra el mito de la mano invisible, trasunto económico del plan divino, y que tiene como rasgo capital la desconexión entre las acciones y sus efectos, pues al fin y al cabo ninguna acción humana produce el orden social, que se autorregula y compone por sí solo. Por eso, cientos de miles de particulares, empresarios y familias tomaron decisiones creyendo en su impunidad, en su falta de consecuencias, encomendándose en la intimidad a la providencia con un "¡dios proveerá!" o un más andaluz "que nos quiten lo bailao". La realidad, con su tozudez característica, ha puesto frente a ellos y nosotros las consecuencias de sus acciones irresponsables, demostrando que los negocios humanos son solo incumbencia nuestra y de nadie más, y enseñándonos de paso que esos mercados anónimos descritos en forma de patologías naturales no son sino el fruto de decisiones humanas particulares, que tendrán consecuencias también demasiado humanas y que, como todas las acciones, persiguen fines muy bien definidos e identificables, aquellos que se pretenden ocultar, y apoyar sin dar la cara, con metáforas médicas y representaciones naturalistas.

lunes, 20 de septiembre de 2010

Fiscalidad liberal

Hace ya meses, nuestro exquisito columnista quintaesenció en uno de sus artículos su doctrina tributaria, de la que había anticipado algunos elementos y a la que ha seguido refiriéndose con cierta frecuencia, con la frecuencia con la que este gobierno inverosímil amaga con imponer una tasa a las grandes rentas y fortunas. La ocasión, para un opinante distinguido desde hace ya décadas por su crítica a la hegemonía socialista andaluza, era inmejorable: el anuncio de una subida del IRPF para las rentas altas en Andalucía y Extremadura. Y el título ya era lo suficientemente esclarecedor: Impuesto sobre el éxito.

El carácter ideológico de sus postulados --es decir, la falsedad interesada de sus argumentos-- se torna perceptible en una clamorosa sucesión de ocultaciones. En resumen, Camacho interpretaba esta subida fiscal como una inmerecida carga impuesta a los ciudadanos excelentes para que paguen la factura del desbordado gasto público. Como origen de este derroche, señalaba, con gran parte de razón, la política del subsidio clientelar practicada por los socialistas en sus "virreinatos" autonómicos. De modo que este incremento tributario vendría a suponer una tasa a la riqueza basada en la formación, el esfuerzo y el sacrificio para que financie la bacanal derrochadora de los gobernantes andaluces y extremeños.

Convengamos en que el destino que se suele dar a los recursos del erario no es el más racional y eficiente y que, por consiguiente, las subidas impositivas que solo sirvan para alimentar esta mala práctica no harán sino profundizar en un grave problema estructural de la economía política española. Ahora bien, ¿se encuentra tan gravada la riqueza de autónomos y emprendedores como parece presumir el periodista?, ¿son sus recursos la fuente principal de financiación del gasto público o, por el contrario, terminan siendo de una manera o de otra perceptores netos de rentas públicas? Por preguntarlo de otro modo, ¿de dónde procede el "desahogo" económico de los "directivos de empresas, médicos, abogados, arquitectos, ingenieros, catedráticos universitarios" y demás profesionales excelentes sobre los que supuestamente recaerá el nuevo gravamen?

Y aquí entra en escena uno de los principales usos intelectuales del liberalismo: entender la sociedad como concurrencia de intereses individuales omitiendo toda referencia a las mediaciones sociales y políticas que construyen y posibilitan la satisfacción de tales intereses. Este uso tiene una concreta traducción al mundo de las categorías económicas y fiscales: para las convicciones liberales la riqueza producida pertenece directamente al individuo que con su esfuerzo, voluntad y mérito la obtiene efectivamente. Según esta premisa, los ingresos de un médico o un arquitecto son de su exclusiva propiedad, y los impuestos que lo cargan se asemejan a una suerte de apropiación indebida por parte del Estado y, por parte del sujeto, a una cesión forzosa realizada con el fin de sufragar los gastos comunes de la vida en sociedad, como también hay gastos comunes para quienes viven en un bloque de pisos.

¿Constituye este cuadro un retrato fiel del origen, circulación y distribución de la riqueza? A mi juicio, no. En primer lugar, es más que dudoso que la fuente principal de financiación proceda de quienes más ingresos tienen, habiendo tomado ya desde hace tiempo nuestro sistema fiscal este derrotero opuesto a la progresividad que hace recaer el mayor peso contributivo sobre los impuestos indirectos como el IVA o los especiales sobre alcoholes y combustibles. Si, en segundo lugar, nos ceñimos a la contribución por IRPF, es también más que dudoso que esa casta de profesionales excelentes que Camacho señala, y que en su mayoría alternan el sector público y el privado, aporte más que la masa de asalariados que tiene perfectamente controlado el importe exacto de sus ingresos. Y, en tercer y más importante lugar, dicho estamento burgués, que interesadamente Camacho adorna con las virtudes del esfuerzo y el mérito, aunque la realidad nos lo presente con frecuencia con los vicios de la corrupción y el egoísmo, no debe su alto nivel de rentas sino al esfuerzo que realiza la colectividad en su conjunto, que en un revelador acto de menosprecio Camacho califica de "mediocridad subsidiada".

En efecto, cualquier ejemplo concreto de médico, catedrático, ingeniero o empresario con un alto nivel de renta que nos figuremos obtiene buena parte de sus ingresos de los modestísimos salarios de la generalidad. De hecho, esa es la naturaleza última de los impuestos y de su necesario carácter progresivo: la reversión a la sociedad del esfuerzo que ésta ha realizado para lograr que algunos de sus miembros gocen de un estatuto económico superior. Para comprobarlo, pensemos, por ejemplo, en el médico que alterna la consulta pública con la privada, valiéndose de una perniciosa y corrupta organización de la sanidad, que consiente el trasvase de enfermos entre ambas consultas. Agobiado por las listas de espera interminables, ¿quién no ha vivido el caso de la visita a una consulta privada de un especialista en la que por cinco minutos y pruebas y diagnósticos sencillos ha debido pagar el 5% o el 10% de su sueldo? La alta renta de ese médico, buena parte de la cual pertenece a la economía sumergida, ¿de dónde procede?, ¿de su mérito y esfuerzo o de un defecto ostensible del sistema sanitario y, en última instancia, de la renta minúscula de quien además paga la Seguridad Social? Piensen en el empresario que introduce márgenes escandalosos de ganancia, retribuye precariamente a sus empleados, obtiene subvenciones, oculta ganancias, es perfectamente irresponsable por actuar mediante sociedades y controla sectores del mercado: ¿de dónde procede aquí su riqueza, del esfuerzo y del mérito, o del esfuerzo y el tesón de quienes trabajan para él y compran sus productos? Piensen en el catedrático que alterna sus clases con un despacho o con artículos y tertulias, recibiendo ingresos del Estado y del sector privado, o el de un arquitecto engordando sus cuentas con el boom inmobiliario que ahora pagan con sangre miles de hipotecados, ¿de dónde surgen sus altas percepciones, de su capacidad extraordinaria o de una organización que permite la corruptela para el enriquecimiento de unos pocos?

Esa y no otra es la casta excelente a la que se refiere el articulista, una casta no distinguida precisamente por su contribución neta a la colectividad cuyos miembros probablemente sean lectores de ABC, a quienes hay que dorar la píldora cantando sus presuntas virtudes y ocultando el hecho evidente de que la sociedad en su conjunto, cada vez más, está organizada en su beneficio e interés.