domingo, 4 de julio de 2010

Ocultación, clase trabajadora y centrismo

El pasado 2 de julio, nuestro interlocutor escribió una columna titulada Huelgas cimarronas, esto es, salvajes, pendientes todavía de domesticar, o de regular según una ley parlamentaria. En el artículo citado, se revelaban claramente algunos de los hábitos y estrategias del conservadurismo español.
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En primer lugar, todo el texto se construía sobre una clamorosa ocultación. En ningún sitio aparecía examinado, ni siquiera mencionado, el detonante del paro de los trabajadores de Metro-Madrid. La vulneración por decreto del gobierno de Esperanza Aguirre del convenio colectivo alcanzado por los representantes de dichos trabajadores queda por completo silenciada. La fuerza y validez legal de que en España, por mandato constitucional, gozan los convenios colectivos se excluye por completo del razonamiento, que tácticamente solo se detiene en señalar que ese ajuste salarial contra el que se rebelaban los furibundos sindicalistas ya lo «han sufrido gran parte de los perjudicados por su queja». La tan venerada Constitución, que legítimamente se ensalza para defender un determinado modelo territorial, queda aquí estratégicamente desplazada y silenciada.
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En el fondo, el artículo no está redactado con el fin de tapar las ilegalidades de Esperanza Aguirre y transmitir argumentos para la defensa de su gobierno. No, qué va. La columna pretende hacer creer que presta voz a los afectados pasivamente por la huelga, a los cientos de miles de ciudadanos que no pudieron esos días utilizar el metro para hacer su vida normal. Es éste otro de los hábitos intelectuales típicos del conservadurismo: disfrazar como popular y democrático lo que en realidad tiene naturaleza oligárquica.
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Profundizando en esta misma línea, el propósito al que responde el artículo es el de segregar a los supuestos trabajadores irresponsables e insensatos (ya escribiremos sobre la interesada apropiación conservadora de los calificativos) de la masa anónima, afanosa y humilde que utiliza el transporte público madrileño, de esos «dos millones de personas, pertenecientes en su mayoría a la clase trabajadora», que quedaron la jornada de huelga «inmovilizadas por la insolidaridad de un pequeño colectivo disconforme».
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Se desconoce con ello el importante hecho de que la agresión ilegal a la que respondían los trabajadores de Metro-Madrid sintoniza, en sustancia, con la que va a comprometer las condiciones de vida de quienes no pudieron subir ese día a los vagones. No hay, pues, entre ellos, insolidaridad alguna, sino la máxima solidaridad, justamente, y por anticuado que parezca, la solidaridad de clase. Pero es que, además, un planteamiento semejante olvida que el trabajo no cualificado solo ha logrado merecido reconocimiento y justa recompensa cuando ha conseguido evidenciar, de manera inimpugnable, su carácter insustituible e indispensable para la vida en comunidad. Se dirá que en una sociedad «avanzada, democrática y civilizada» deben abandonarse unos medios de lucha y conquista sociales ya injustificados, debido precisamente al bienestar generalizado. Pero es justamente el resquebrajamiento de este bienestar, causado en buena parte por el erróneo postulado que solo atribuye valor al capital y al empresario, el que hace cada vez más urgente que los trabajadores vuelvan a aclarar que sin ellos esto no funciona, (mientras que sin las especulaciones financieras no solo marcharía, sino que hasta podría hacerlo considerablemente mejor).
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Con todo, lo más llamativo del artículo es la excepción a la que somete a una de las consignas centristas que Camacho mejor ha sabido acuñar. Se trata de aquélla según la cual ser de centro significa «no mosquear a la gente», no calentar gratuitamente los ánimos del personal. Parece entonces que dicha regla no encuentra su aplicación para ponderar las decisiones del gobierno de Aguirre. Pero solo lo parece, pues cuando el conservador invoca a la «gente», la «sociedad» o demás categorías universales y emotivas no está sino refiriéndose a la minoría con poder social. Es a ésa, en efecto, a la que no se puede perturbar, porque su rebeldía, y las revueltas y alteraciones que provoca, conducen, en efecto, a la más dramática descomposición social. No importa, en cambio, cuando los agredidos con decisiones ilegales pertenecen al colectivo trabajador, cuyo destino ha de ser el resignado y desmovilizado cumplimiento de su labor profesional.
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De cualquier modo, no se comprende la especial inquina, la llamativa monomanía de nuestro articulista con el actual presidente, que aparte de sentar las bases jurídicas para vulnerar los pactos colectivos no ha osado, como Camacho y demás conservadores recomiendan, tocar en absoluto las rentas de los ricos, perdón, de las «familias».

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