martes, 22 de noviembre de 2011

Mi valoración de las elecciones (II)

4) Otro de los resultados más significativos del día de ayer fue el batacazo de Equo, al que un servidor votó al Congreso por Sevilla. Sus apenas 250.000 votos, incluyendo con mucha generosidad los que pudieran proceder de su pertenencia en la Comunidad Valenciana a Compromis, no responden en absoluto a sus expectativas y debieran hacer recapacitar a sus líderes.

Por desgracia para la ciudadanía progresista, en Equo acaso haya primado cierta actitud desafiante con respecto a Izquierda Unida, muy visible en su deseo de medirse electoralmente con ella, como si la generosa cobertura y proyección mediática que ha obtenido fuese a traducirse, por necesidad, en un abultado resultado electoral.

Para una valoración realista de su fracaso debería tener presente tres factores fundamentales: (a) en España no existe la suficiente tradición ecologista como para fundar un partido exclusivamente verde; (b) el lugar para defender los valores y reivindicaciones ecologistas se encuentra entonces en una formación sensible a estos, pero de contenido y alcance mayores; (c) de hecho, en Equo deben tener presente que, en buena proporción, comparten base electoral y cuadros dirigentes con Izquierda Unida, y no son pocos los que han elegido la opción verde en vez de la roja porque esta última ha vuelto a elegir a tipos grises de aparato en lugar de a individuos meritorios.

El destino de Equo, a mi juicio, pasa por integrarse en la coalición de izquierdas o por convertirse en una fuerza testimonial sin presencia institucional alguna. La oportunidad de sumarse a IU antes de las elecciones, cuando los medios la presentaban como una agrupación prometedora, ha pasado ya, por desgracia. La culpa de ello ha recaído tanto en los líderes de IU, que invitaban expresamente a "unirse en torno a ella", demostrando así un ilícito afán de asimilación heterónoma, como en los líderes (o en el líder) de Equo, confiado incluso en rebasar en sufragios a la coalición izquierdista. Y los platos rotos los hemos pagado, como siempre, los ciudadanos progresistas, que si hubiésemos contado con una coalición conjunta de IU-Equo-Anticapitalistas habríamos superado los 2 millones de votos y los 30 escaños.

Sé que buenos colegas de Equo me dirán que esa incorporación a IU es imposible porque en ésta primar unas fórmulas organizativas autoritarias, verticales y demasiado rígidas. Así es. Pero precisamente la incorporación exigente de una formación más horizontal y libre puede que propicie una saludable transformación en IU, de modo que todos salgamos ganando. La batalla, en fin, acaso sea mejor librarla dentro, como corriente poderosa que deslastre a la coalición izquierdista de sus vicios sectarios y sus prácticas de aparato, que fuera, como agrupación testimonial sin relevancia pública.

5) Pese a la relevancia de todas las consideraciones anteriores, lo más destacable de los resultados electorales ha sido, sin duda alguna, el descalabro del PSOE. Como muchos han indicado ya con toda la razón, lo que aconteció el 20N no fue una victoria arrolladora del PP cuanto un fracaso estrepitoso de su principal adversario, el PSOE. Y reconozco que, mientras en las restantes formaciones más o menos acerté en mis pronósticos, no imaginaba que el partido socialista hubiese perdido tantos apoyos.

Ante la formación socialista se abre, sin embargo, un horizonte que puede ser prometedor. De los casi 4 millones y medio de votos que ha perdido, apenas dos han migrado a otras formaciones (UPyD, PP e IU, por ese orden). Y, dadas las circunstancias, el Partido Popular va a comenzar a desgastarse desde su mismo comienzo en el gobierno. Con estos elementos, puede que en el giro de menos de un año comience a rescatar las adhesiones perdidas.

Pero ello depende del diagnóstico que realicen de su derrota. El que, en connivencia con otros grupos derechistas y movido por intereses empresariales, comienza a difundir el grupo PRISA, esto es, que la culpa de la debacle recae por entero en la persona de Zapatero, es manifiestamente sesgado y erróneo. El candidato ha sido Rubalcaba y no él. Y a Rubalcaba, por más profesionalidad e inteligencia que infunda, y a muchos de sus líderes cercanos, de Blanco y Barreda a Pajín y Chaves, les han retirado masivamente la confianza sin necesidad de que concurriese Zapatero.

También constituye un error manifiesto, como sostiene hoy Hugo M. Abarca, achacárselo todo a la crisis económica, y no, en cambio, a la negación y gestión que de ella ha hecho el gobierno socialista, con su reparto inequitativo de las cargas y su sumisión lacaya a dictados mercantiles que se están demostrando contraproducentes desde un punto de vista económico.

La razón de este estrepitoso fracaso reside, a mi entender, en la desconexión casi absoluta entre la base social que apoya y puede apoyar al PSOE y su dirigencia. En realidad, dicha dirigencia, plenamente inserta en las tramas oligárquicas y con una visión netamente conservadora de la acción política, solo representa a una minoría ilustrada y acomodada, progresista de palabra, individualista y descomprometida en la acción y que suele hacerse una idea de la realidad a través del ventanuco limitativo y sesgado que ofrece la cadena Ser y el periódico El País, con sus opinantes centristas y adinerados.

Pero estos sujetos, que son fieles al PSOE más por su alergia a la ranciedad conservadora que por convicciones izquierdistas, apenas representan el 5-10% de la sociedad. Si, por el contrario, el PSOE aspira a recuperar el voto de capas populares, las verdaderamente castigadas por la crisis y por las medidas adoptadas por su gobierno recién fenecido, tiene que abrirse de par en par a las bases.

En estas todavía palpita un discurso claramente de izquierdas, orientado a la redistribución de la riqueza, a la persecución de la igualdad material y a la lucha contra los privilegios económicos infundados. Es este capítulo económico, de hecho, lo que distingue al socialismo democrático de un liberalismo progresista solo centrado en la ampliación indolora y gratuita de derechos civiles. Y es un capítulo, cuyas exigencias ha incumplido sistemáticamente este PSOE beneficiario de los defraudadores, de las rentas altas, de las SICAV y de los multimillonarios, hasta el punto de que tuvo que ser nada menos que Mariano Rajoy quien le recordase a Rubalcaba que con los siete años y pico de gobierno de su partido habían crecido considerablemente en España las desigualdades.

Ese es, pues, el reto que se abre ante el PSOE: acabar con la disociación esquizofrénica entre su retórica de izquierdas y sus prácticas económicas (que no morales) conservadoras. Para superarlo, como digo, tendrá que sufrir una catarsis que lamine a una dirigencia vendida al poder oligárquico. Pero vistas las primeras reacciones, donde se han evitado todo tipo de responsabilidades por el fracaso, dudo que sean capaces de lograrlo. De hecho, es posible que, tras hacer de tutor de Zapatero en los últimos meses de gobierno, Rubalcaba tenga como último servicio que cumplir evitar que se desmadre su partido con una revuelta de sus militantes y simpatizantes.

Concluirá

lunes, 21 de noviembre de 2011

Mi valoración de las elecciones (I)

Creo que en estas elecciones se ha consumado mi divorcio con la política oficial y partidista de este país. Hasta hace bien poco, había vivido las jornadas electorales como momentos decisivos. Me encontraba claramente involucrado con una de las formaciones en liza y me sentía, en pequeña medida, parte de la pacífica contienda electoral. Sin embargo, ahora, tanto mi desapego creciente a la partitocracia como la triste evidencia de que vivimos en una autocracia financiera, me han hecho contemplar los resultados de ayer con bastante distanciamiento. Las conclusiones que extraigo de ese análisis desapasionado, aunque fiel a mis convicciones, son las siguientes.

1) Creo que lo más digno de subrayar en la noche de ayer es la subida espectacular de UPyD, que practicamente cuadriplicó sus resultados de 2008 y se convirtió en la tercera fuerza en comunidades como la de Madrid y Murcia. Este incremento exponencial revela dos tendencias sociales muy evidentes: (a) el clamor de cierta ciudadanía sin ideología política marcada por una regeneración institucional, que ponga vedo a la corrupción endémica causada y amparada por el bipartidismo, y (b) el hartazgo existente del Ebro y el Duero hacia el Sur respecto de las reivindicaciones nacionalistas e independentistas vasca y catalana.

El reforzamiento electoral de la izquierda abertzale y el monopolio conservador de prácticamente todas las instituciones seguirán dando motivos para el crecimiento de UPyD. Y su deliberada indefinición ideológica no constituirá un demérito, sino que expresará su capacidad para continuar captando votos y adhesiones de una clase media ilustrada, refractaria al discurso nacionalista y desencantada respecto de la política oficial.

2) El segundo resultado más relevante de ayer fue, sin duda, la exitosa irrupción de Amaiur en el Congreso. Esta entrada triunfal demuestra que no había peor enemigo de la izquierda abertzale que la propia ETA. Hasta que no ha comenzado esta izquierda a superar el síndrome de Estocolmo que la subordinaba a la injustificable banda terrorista no ha empezado a granjearse un fuerte respaldo social.

Pero la subida no solo es un efecto del abandono de la violencia por parte de ETA. Que después de casi una década prohibiendo partidos, clausurando periódicos, cerrando revistas y disolviendo asociaciones el apoyo popular al independentismo vasco haya crecido considerablemente revela algo fundamental: lo eficaz que ha sido dicha política de excepción para derrumbar el terrorismo, pero lo estéril que ha resultado al mismo tiempo para cercenar las posiciones independentistas. De hecho, quizá nunca como ahora en Euskadi haya sumado el nacionalismo más del 50% de los votos totales. Con un gobierno del PP en Madrid, y si en él priman las tesis y tendencias de su ala dura, todo apunta a que este crecimiento del nacionalismo vasco, tanto del peneuvista como del de Batasuna, no se detendrá.

3) Otra subida considerable ha experimentado Izquierda Unida, que pasa de 970.000 a 1.680.000 votos. No obstante, en mi opinión, no es un resultado que deba conducir a una eufórica celebración, pues refleja un fracaso moderado más que un triunfo indiscutible. En realidad, la subida debería tomar como cifra de contraste los 1.280.000 votos de 2004, pues en las elecciones de 2008 hubo una ostensible migración de votos prestados desde IU al PSOE con el fin de "frenar a la derecha" (el famoso tsunami bipartidista de Llamazares)

Vistas así las cosas, la formación izquierdista apenas ha logrado aumentar su base social (400.000 votos), en un contexto marcado además por una sangría en el PSOE de casi 4.5 millones de votos y un aumento sensible de la abstención. El objetivo inicialmente marcado de recibir en masa a descontentos con el PSOE y movilizar al abstencionismo de la izquierda crítica no se ha cumplido ni de lejos, pese al incremento de los votos y los escaños.

Si en una coyuntura tan excepcional como la presente, en la que IU ha sido la única formación que ha mantenido un discurso nítidamente enfrentado a la ortodoxia neoliberal, apenas si ha podido aumentar la base social o capitalizar el descontento ciudadano, ¿cómo interpretar como victoria el resultado de ayer? ¿Cuál es el motivo de que no se vote masivamente a la agrupación de izquierdas dadas las presentes circunstancias?

En esta era digital, ya no sirve de mucho la táctica de tirar los balones fuera, acusando, por ejemplo, a los medios de despreciar el valor de IU. A mi juicio, el error se localiza en otro sitio: en la desconexión entre la coalición, aquejada de múltiples vicios procedentes del comunismo, y la sociedad. Si el 15m fue la demostración palmaria de que IU como conjunto --no considerada en algunas de sus principales cabezas-- no catalizaba el descontento social mayoritario, las elecciones vuelven a demostrar que no ha sido capaz de canalizar una coyuntura histórica muy favorable a sus posiciones.

El reto para continuar creciendo y convertirse en la fuerza que por su programa merece ser, quizá pase por dar la palabra y dejar todas las instancias en manos de hombres y mujeres brillantes, distinguidos por sus méritos, su trayectoria civil y profesional y su compromiso ciudadano. Solo cuando IU se funda en la sociedad, despidiendo toda forma de dogmatismo vertical y de lógica de aparato, logrará reflejar con sus votos la afinidad que su programa y su discurso pueden en efecto suscitar.

Pero pasos en dicha dirección solo podrán darse siempre que lo de ayer no se estime como un triunfo sino como un relativo fracaso que señala la senda por la que seguir avanzando.

(Continuará --sobre Equo, PSOE y PP--)

lunes, 20 de junio de 2011

De IU, pinzas, pactos y castigos electorales

No he parado de leer en estos días comentarios de intelectuales, tuiteros, periodistas y tertulianos simpatizantes del PSOE, que acaso hayan votado alguna vez a IU, criticando a la coalición por abstenerse en Extremadura (que no pactar) y permitir así un gobierno (¡en minoría!) del PP. Unos y otros advierten a IU que así se va a suicidar, que terminará pagando, que recurriendo de nuevo a la pinza con el PP el electorado progresista volverá a pasarle factura por su apoyo a la derecha.

Esta opinión, al menos en lo que tiene de advertencia electoral, no tiene correlato con la realidad. No es ya que se pase por el arco del triunfo la decisión de las asambleas extremeñas, que a mi juicio, en una coalición federal, debieran ser soberanas. Tampoco me refiero al cinismo absoluto que muestran aquellos que censuran a IU mientras gobiernan con el PP en Euskadi, con los ultracatólicos de UPN en Navarra y con el apoyo de la derecha catalana una vez y otra. El problema de sus críticas es que no toman en cuenta los hechos empíricos de los resultados electorales.

Estos son, y demuestran, para irritación o indiferencia suya, que IU ha pagado siempre electoralmente mucho más caro cualquier aproximación al PSOE que sus presuntos auxilios al PP.

- La supuesta pinza surgió en Andalucía, en las elecciones en que el PSOE perdió la mayoría absoluta y el tándem Luis Carlos Rejón y Javier Arenas obstruyó la acción gubernamental. Esto ocurrió en una legislatura corta, de 1994 a 1996. Pues bien, en las elecciones del 96, cuando el electorado andaluz le pasó factura por su acercamiento al PP de Arenas, IU perdió concretamente 86.320 votos, aproximadamente el 12% de los apoyos que había logrado en 1994.

- Estos eran los años también de la supuesta pinza de Aznar y Anguita contra el gobierno de Felipe González. En este caso, la legislatura también fue corta, de 1993 a 1996. Cuál fue el resultado de IU tras ese período: pasó de 2.253.722 votos en el 93 (18 diputados) a 2.639.774 votos (21 diputados). ¡Creció 386.052 votos, aproximadamente el 13%!

- La legislatura siguiente, en la que gobernó Aznar en minoría, se completó y hubo elecciones en el año 2000. A ellas se presentaron IU y PSOE de la mano, adelantando sus respectivos líderes, los celebérrimos Francisco Frutos y Joaquín Almunia, que pactarían en caso de que el PP no lograse la mayoría absoluta. Pues bien: IU perdió nada menos que 1.376.731 votos, es decir, prácticamente el 50% de los apoyos que había logrado en los tiempos del malvado Anguita de la pinza. (Coda: parece que nada supuso eso para Frutos, que pontificaba y condenaba sin asumir responsabilidades, como también pontifica ahora desde Bruselas ese perdedor llamado Almunia)

- Hay todavía más. El último episodio de apoyo electoral de IU al PSOE fue durante la última legislatura, del 2004 al 2008, cuando gobernó ZP en minoría. ¿Cuál fue el resultado para IU? Una sangría de 315.054 votos, aproximadamente el 26% de sus apoyos.

Conclusión: si se trata de minimizar el impacto electoral de la decisión en Extremadura, IU ha procedido correctamente, pues de haber apoyado al PSOE hubiesen terminado por perder entre el 35 y el 50% de sus votos actuales. Otra cosa, claro, es que se vote al PSOE y cabree eso de que te quiten, tras 30 años de hegemonía, el gobierno de una comunidad. Eso es totalmente comprensible. Pero si pierden el gobierno extremeño, como admite el propio Fernández Vara, y si terminan perdiendo toda España, no será por otra cosa que por sus obstinados errores.

domingo, 27 de marzo de 2011

El petróleo comunista de Lluis Bassets

Creo que las polémicas políticas suelen construirse sobre estructuras argumentales simplistas y falaces, así como sobre una proverbial desinformación. Se opina impunemente sin conocer siquiera lo mínimo indispensable para fundar una opinión y se critica al adversario desde requiebros ilegítimos. Si lo primero resulta claro para todos, más opaco es, sin embargo, lo segundo.

Pongamos un ejemplo de ello: hace un par de semanas, una periodista de El Mundo se lamentaba de que, ante la catástrofe japonesa, todo el mundo estuviese alarmado por el desastre nuclear en vez de condolidos por las muertes y desapariciones. El mismo argumento lo volvía a utilizar hace un par de días un columnista de BBC World, quien además recordaba que aún no se contaban fallecimientos por el accidente atómico.

Detrás de estos reproches, cuya última intención es desviar la atención de los riesgos de la energía nuclear, existe, no ya una falacia bien ostensible, como la que oculta que las desgracias por el incidente atómico se producirán a lo largo de varias décadas, sino un defecto argumental: se da por hecho que si se atiende a un problema hemos de desatender, por fuerza, otro contiguo y simultáneo; se da por sentado que si, por poner un ejemplo, denunciamos la corrupción del Partido Popular no tenemos tiempo, ni voz, ni energías para denunciar simultáneamente la ineptitud gubernamental.

Si el lector/espectador crítico observa bien podrá apreciar que estas estructuras argumentales malintencionadas son un rasgo congénito del modo de discurrir conservador. Un ejemplo de ello lo encontré hace un par de días en una columna de esos que se presentan como socialdemócratas y tienen alma vasalla, venal y subalterna. Me refiero a Lluis Bassets.

A pocos articulistas me he acercado con tan poca fortuna como a éste, de quien recuerdo especialmente una columna, escrita hace años, sobre las manifestaciones juveniles en París. ¿Cuál era su opinión al respecto? Que sus seguidores demostraban no estar a la altura de los tiempos, los cuales, por lo visto, reclamaban 'reformas estructurales' debido a la 'insostenibilidad' del Estado del bienestar, y lo mejor que podían hacer los 'retardatarios' sindicalistas e izquierdistas parisinos era 'adaptarse' e 'integrarse' al dictado de las nuevas e inexorables 'necesidades'.

Con semejante modo de razonar ya se puede imaginar quien estas líneas lea que estamos ante un 'intelectual orgánico' de los de verdad. Su periódico, claro, no podía ser otro que El País, en cuya web aloja su blog sobre actualidad política. Y es en uno de sus últimos posts donde pone en evidencia lo que adelantábamos al comienzo, eso de opinar sin fundamento y sobre estructuras argumentales defectuosas y malintencionadas.

¿De qué defecto argumental se trata esta vez? De otro que tiene que ver con el tiempo, que da por hecho que lo 'nuevo' es más correcto y verdadero que lo 'viejo'. Por eso para Bassets quienes dicen 'no' a esta guerra por estar causada nuevamente por intereses económicos, petrolíferos para más señas, son unos 'demagogos' y 'trasnochados'. Desde esta perspectiva, eso de oponerse a una conflagración porque se matan personas a cambio de petróleo resulta una antigüedad pasada de moda y hortera, que no está al tanto de las últimas tendencias del progresismo auténtico, el que marcha al compás de su tiempo. Sin embargo, el problema es que tan viejo y 'trasnochado' resulta salir con pancartas pacifistas como el ejercicio de un presunto pragmatismo realista que, curiosamente, siempre capitalizan los poderosos.

Para Bassets esta guerra es legítima entre otras cosas porque, efectivamente, tiene como objetivo el control sobre el petróleo, pero con el fin de 'devolverlo a sus dueños, los ciudadanos libios'. Con esta aseveración, no sabe uno muy bien quién es más demagogo, si el que se opone de manera irrealista a toda guerra o aquel otro que quiere convencernos de que tras la intervención se van a socializar todos los recursos energéticos para provecho común. Y si fuese cierto lo indicado por Bassets, ¿dónde están los datos objetivos que lo avalan? ¿dónde se encuentra la información en que basa eso de que incluso tras la guerra contra Sadam 'el petróleo iraquí aprovecha también a los iraquíes'?

Por lo poco que sé, tras más de dos años de ocupación se licitaron los contratos de extracción para provecho de compañías norteamericanas y británicas principalmente, sin que se conozca un aumento sustantivo del nivel de vida de los iraquíes, sumidos como están en un violento y trágico caos. Y por lo poco que conozco, resulta que Libia, aun admitiendo todos los reproches más enérgicos posibles contra su dictador, contaba con el mayor nivel de renta per cápita de la zona, con lo que tampoco es creíble eso de que hasta esta guerra el petróleo era asunto repartido en exclusiva entre las corporaciones y la familia del tirano. Pero lo peor de todo es que si llegase al poder en Trípoli un gobernante que nacionalizase el petróleo, encareciese los contratos de extracción o la practicase de forma autónoma con una empresa estatal, distribuyendo los beneficios entre los sectores desfavorecidos, ¿cuál sería el juicio del Sr. Bassets? ¿Lo adivinan, verdad?: '¡En Trípoli ha surgido un nuevo Chávez, tirano del petrodólar e insoportable demagogo!', leeríamos seguramente algún día en su blog.

lunes, 21 de marzo de 2011

No a esta guerra

Como este blog fue inaugurado con el propósito de polemizar con sujetos e ideas concretos de actualidad, en lugar de para exponer convicciones o críticas de carácter más general (para lo que está Meine Zeit), y animado por el debate que en twitter se está dando acerca de la intervención armada en Libia, pongo por escrito mi parecer, que no se asemeja a ninguno de los que voy leyendo, ni al apoyo entusiasta que la pinta como la condición necesaria para liberar a un pueblo ni a la negación cerrada que intenta expulsar la violencia y la guerra de las mismas relaciones humanas, ni tampoco, en fin, el decepcionante camino de enmedio que han tomado los de Equo e ICV, que apoyan la guerra en la medida en que se realiza en cumplimiento de una resolución, autorizándola, de la ONU.

Estoy en contra de esta guerra por tres motivos principales, que se resumen, como los mandamientos, en uno: que no me creo --como Danae me insiste a diario-- nada, ni una palabra, del relato, ni de los conceptos, que han sido empleados para contarnos el conflicto árabe, y particularmente el libio.

(1) No puedo estar a favor de esta guerra porque el principio que pretende legitimarla, a saber, que es una intervención para impedir que Gadafi masacre a su propia población no resulta cumplido universalmente por las potencias. Esas mismas masacres se dan en otras latitudes, ahora bien cercanas, sin que 'la comunidad internacional' (es decir, las potencias occidentales) se planteen siquiera amonestar a los responsables de las matanzas. ¿Qué habría si no que haber hecho con Álvaro Uribe y sus decenas de miles de muertos en fosas comunes? Según esta premisa, intervenir para derrocarlo, en lugar de consentirlo y financiarlo. Y como no se hizo, pues no me creo que ahora sea ése el móvil real.

(2) Pero es que tampoco me trago la contraposición simplista que los medios --agentes de la propaganda de las potencias en este punto, y probablemente en casi todos-- hacen entre el dictador Gadafi y el 'pueblo libio'. Hasta donde alcanzo a saber, lo que allí venía aconteciendo oponía a un tirano, respaldado hasta el momento por las potencias, por el ejército y por parte de la población, y a un numeroso colectivo de rebeldes, que resulta que, a diferencia de los manifestantes de Túnez, Yemen, El Cairo o Bahrein, estaban ya considerablemente armados. En aplicación estricta del derecho estatal e internacional al uso, lo que allí se había desencadenado era una guerra civil, o más bien, visto el curso de los acontecimientos, un conato de rebeldía armada contra el orden establecido, que siempre trata de ser reprimido por las armas con la neutralidad de las potencias extranjeras con base en el principio de no injerencia en los asuntos internos.

(3) Pero una vez que se ha decidido incumplir tal principio, aun haciéndolo con la legitimidad que para ello confiere la ONU (no se olvide), habrá que preguntarse ¿a quién estamos ayudando? ¿a quiénes representan esos rebeldes que cuentan con el respaldo occidental y que curiosamente ya se hallaban armados? ¿y qué proyecto político pretendían instaurar contra la voluntad del dictador? Creo que sin saber una coma sobre estos extremos resulta demasiado exigente solicitar la aquiescencia para algo de tanto calibre como lo es una intervención armada con resultado inevitable de sembrar la muerte. Pero si no se ha facilitado ni un dato al respecto, no es porque no se conozca, sino sencillamente porque no se quiere que se sepa, pues lo contrario despertaría el rechazo popular, acallado por ahora con el pretexto ideológico de que se está contribuyendo a que un pueblo se sacuda el yugo de una tiranía.

En definitiva, si no se sabe a quién se apoya, si no se conoce el objetivo real de la intervención, si vulnera relativamente además un principio básico del derecho internacional como el de no intervención, si se bombardea, en fin, sin responder a estas inquietudes elementales, lo más sensato es que uno muestre sus reticencias y no pueda apoyar incondicionalmente algo que supone la muerte de civiles, como tampoco puede prestarle obediencia ciega a nadie que la reclame a cambio de fe, a no ser, claro, que se tenga vocación de lacayo.

Por eso me muestro crítico respecto de los que respaldan esta intervención. Desde luego, los menos fervorosos, como los de ICV y Equo, apuntan un dato razonable, que los maximalistas olvidan. No se trata, obviamente, de comparar la solicitud de intervención por parte de la España republicana a las potencias democráticas en 1937, porque a aquel auxilio, por otra parte insatisfecho, precedía la intervención en favor del bando sublevado de las potencias fascistas europeas (Alemania e Italia). Es más, de encontrarse respaldado militarmente en estos momentos Gadafi por, pongamos por caso, China y Rusia, las restantes potencias habrían callado miserablemente.

No es ése el hecho diferencial, claro, sino la autorización de la ONU, hoy por hoy el organismo con mayor representación internacional y, por tanto, el único dotado de legitimidad para administrar la guerra, un fenómeno que es tan deleznable como inevitable. (Por eso, dicho sea de paso, mostraba ayer una visión tan estrecha, sesgada y unilateral nuestro ínclito Ignacio Camacho, a quien le parece más legítima internacionalmente la OTAN que la ONU, que cuenta entre sus miembros con regímenes tan sospechosos como Rusia y China, como si tales países, independientemente de su sistema político, no conformasen --ni tuviesen un considerable peso específico en-- la sociedad internacional). Ahora bien, ¿no choca este súbito respeto por los dictados de la ONU cuando todos los restantes, sobre todo aquellos que hablan de defensa de derechos, recuperación de la memoria o lucha contra la pobreza, caen siempre, inexorablemente, en saco roto? ¿No parece obvio --señores/as de Equo-- que la ONU más bien resulta aquí, como en otras ocasiones, instrumentalizada para conceder el fiat de legitimidad a un acuerdo adoptado de antemano por las potencias?

De ahí que centrarlo todo en la autorización de una ignorada y desprestigiada institución internacional no sea suficiente para respaldar la intervención, mucho menos sin plantear y despejar siquiera ninguno de los interrogantes precedentes. Sin embargo, ¿resulta atendible la consigna del No a la guerra como principio absoluto que proclama en estos días cierta izquierda? Tampoco lo creo, no ya porque niegue toda la historia, sino porque abole inconscientemente los presupuestos éticos que insuflan vida a esa misma izquierda en nombre de la cual se habla. Porque, por fuerte que resulte, la violencia continúa siendo un medio legítimo para derrocar a un tirano y conquistar el poder, pero a condición de que el sujeto que la ejerce sea precisamente el pueblo que sufre el despotismo, y no unos poderes que desde hace décadas, y más en los últimos dos años, han demostrado sin cesar estar al servicio de la mayor tiranía existente en estos momentos: la de los negocios, en cuyo nombre, es más que probable, se esté de nuevo conduciendo esta deplorable conflagración.


lunes, 14 de marzo de 2011

Economicismo, silencios y retractaciones en torno a la opción nuclear

Con la catástrofe japonesa vengo a enterarme de que Jordi Sevilla, exministro de Administraciones Públicas y, por cierto, tipo gentil y generoso, apostó recientemente por la prolongación de la vida de las centrales nucleares en detrimento de las energías renovables. La razón esgrimida, como en tantas otras ocasiones, es el ahorro que permitiría esta medida en comparación con el recurso a otras fuentes, más ecológicas, pero, por lo visto, mucho más caras. Se trataría de cualquier modo de alargar la vida de las centrales ya establecidas, con el riesgo consiguiente, y en ningún caso de construir otras nuevas, lo cual nivelaría prácticamente los costes.

Lo que más me llama la atención de la noticia, que supuestamente manifiesta el parecer de Sevilla, es que prácticamente todo el argumento se reduzca al ahorro económico de la opción por el uranio, sin añadir otros factores. Cualquier economista sabe que dicho argumento (tan limitado en este caso, insisto, pues montar nuevas centrales es también muy caro) no es suficiente ni tan siquiera para resolver un concurso público. Lo más barato puede terminar saliendo caro. Un diferencial de gasto de un 30 o 40% no suele impedir que cualquier particular opte por comprarse un coche más seguro o adquirir una casa en un lugar menos ruidoso. Variables como la calidad de vida o la seguridad tienen su precio y no siempre hay problemas para pagarlo.

¿Existen en este caso? Difícil es creerlo, viendo las cantidades milmillonarias, financiadas con deuda pública, que se están poniendo a disposición de la reestructuración bancaria. Pero, aparte de los fondos colectivos destinados a socializar las pérdidas de estas entidades, existe también la posibilidad de fiscalizar bastante más toda la implantación de las renovables. ¿Tan complicado es percatarse de que la salida (propia de la gobernanza) de las subvenciones directas a particulares es caldo de cultivo de especulación, fraude y corruptelas? Seguramente tomando otras vías más estatalistas sea posible abaratar la opción de las renovables, que a largo plazo probablemente sean más rentables y seguras que unas centrales desvencijadas y obsoletas.

De nada de esto ha hablado en estos días Sevilla, ni en su blog ni en su twitter. Como insinuaba Vicente Vallés hoy mismo, acaso no sea el momento adecuado para ponderar, así en caliente por lo que ocurre en Japón, la oportunidad y conveniencia de la opción nuclear. Creo, sin embargo, que el pretexto yerra desde su misma base. Solo cuando se tienen todas las variables sobre la mesa, exclusivamente cuando se tienen presentes todos los extremos y todos los factores de un problema, puede tomarse una decisión racional, esto es, consciente de todas sus posibles consecuencias. Con la estupefaciente propaganda corporativa a su favor, la alternativa nuclear se había presentado poco menos que como inocua, potente y beneficiosa. Ahí vemos que no. Que, junto a los residuos altamente contaminantes y prácticamente eternos, cabe la posibilidad de que provoquen un verdadero desastre.

Mejor de cualquier modo un silencio prudente y táctico que la repugnante réplica de la extrema derecha, manifestada hoy en una breve editorial de ABC en la que censuraba a la "izquierda radical y sectaria", esto es, a IU, por "arrimar el ascua a su sardina" aprovechando el desastre japonés. Parecería que los antinucleares están frotándose las manos a la espera de que estallen todas las centrales y perezcan millones de personas. Creo, en cambio, que no hay nada más trágico y desesperanzador para un anti-nuclear que ver corroborada de esta manera sus advertencias. Pero, recuérdese, tales advertencias eran precisamente proclamadas para evitar un desastre de este género, no para celebrarlo y regodearse con él.

Y, hábil como siempre, nuestro habitual interlocutor Camacho supo presentarse como opinante neutral en el debate entre los nucleares y sus detractores, invitando a ambos a moderar sus posturas y a abandonar "prejuicios", pero ocultando de paso que en muchas ocasiones él ha estado de lado de los primeros, como deja ver en más de una ocasión en su artículo de ayer, donde lamenta que las actuales circunstancias puedan frenar la reciente inclinación gubernamental por "la opción atómica".



domingo, 13 de marzo de 2011

Sobre la preparación económica de Sevilla

Hay propuestas que califican políticamente a quien las lanza. Mucho más si tienen que ver con la imposición fiscal, instrumento indispensable para mantener servicios y redistribuir los frutos de una riqueza que siempre es producida entre todos. Por eso, cuando supe que Jordi Sevilla era uno de quienes proponían reducir los tramos del IRPF, deduje de inmediato que engrosaba las filas del socioliberalismo, de esa doctrina que ha llevado a la socialdemocracia, a fuerza de adulterarla, al más estrepitoso fracaso y a la más culpable complicidad con la provocación de los acontecimientos que sufrimos.

Como me he aficionado a twitter, sigo algunas de sus iniciativas y comentarios. En su tweet hacía saber hoy que acababa de publicar en su blog un post con "sus propuestas sobre las reformas pendientes en la economía española". Me animo a leerlo y compruebo en primer lugar lo regular que escribe: "a donde", en lugar de "adonde"; "condición a que" en vez de "condición para que"; el galicismo insufrible de "en base a" y un criterio más que discutible para colocar comas no lo convierten, desde luego, en un escritor impecable. Tampoco me parece un argumentador atractivo, pues, quizá porque su criterio se funde en los "manuales de economía" al uso, y en el periodismo más simplista, incurre, como casi todos, en esas convenciones que, empleando incorrectamente la primera persona del plural, afirman que ahora "somos más pobres" y no podemos "pagar los mismos costes que cuándo éramos más ricos".

En definitiva, su apunte se reduce a plantear cuatro propuestas: (1) apuesta, como muchos, por la I+D, o el "crecimiento inteligente", como él la denomina; (2) acepta la vinculación de los salarios a la productividad, siempre y cuando se tenga en cuenta el "salario real" y se valore la complejidad de ponderarla; (3) una medición ajustada y equitativa de la productividad solo podrá lograrse, a su juicio, dando voz a los trabajadores; y por último, (4) considera conveniente rebajar las cotizaciones a la seguridad social aunque --atentos a la vacua frase-- "signifique modificar la manera en que financiamos las pensiones hacia un esquema en el que la riqueza general del país, vía impuestos, participe en un porcentaje como ocurre en otros países del euro".

Quien iba a instruir en materia económica en tan solo "dos tardes" al presidente del gobierno, quien a la sazón era responsable económico del PSOE por entonces, se limita en definitiva a aceptar la propuesta alemana de vincular sueldos a productividad, señalando, eso sí, los (evidentes) peligros para el poder adquisitivo del trabajador, y a apoyar la tentativa empresarial de rebajar las cotizaciones de la seguridad social, con el resultado, una vez más, de socializar los costes del trabajo (a eso creo que se refiere cuando habla de "la riqueza general del país"). Lo más audaz de todo su discurso conservador es indicar que la "cogestión" made in Germany puede amortiguar el descenso de los salarios. Lo demás, incluido el mantra de la "economía del conocimiento", es humo. Seguidismo e inanidad es lo que hallo en sus "propuestas de reforma para la economía española".

Pero lo sorprendente no es eso. Lo que me deja perplejo y decepcionado es comprobar la falta general de cultura política existente. Le basta a Sevilla con decir que propone una "salida más equitativa a la crisis", con criticar a quienes solo piden "bajar salarios" y con hacer un guiño a los trabajadores, lamentando las "elevadas tasas de paro" que sufren sin ser responsables de la crisis, para que desfile una legión de seguidores incautos que celebran su profundidad de análisis, su progresismo ("¡Ojalá aprendiese el Partido Popular!", dice uno) y su concreción ("¡Muy recomendables, propuestas concretas!", exclama otro).

¿Alguna indicación sobre la variable de los precios para aumentar la competitividad? Ninguna. ¿Propuestas de identificar productividad con beneficio neto empresarial? No, por supuesto. ¿Alternativas claras sobre cómo suplir lo que se deje de recibir con la rebajas de cotizaciones a los empresarios? Tampoco, aunque se intuye que al final del recorrido los salarios habrán de sufragarse con el IVA, como en el Estado liberal. Y es que no falta nada de eso. Sobra con que en este mundo bipolar, intelectualmente devaluado y políticamente estrecho se mencione elogiosamente a los trabajadores para que ya uno pasé por gurú del socialismo y para que su humo evanescente cristalice en propuestas tangibles como rocas. Una pena.

sábado, 12 de marzo de 2011

Irresponsabilidad liberal

El liberalismo, que constantemente invoca a la responsabilidad como clave ética de todo su sistema, promueve, sin embargo, la irresponsabilidad. Al pensar que el orden social se conforma de actos humanos racionales pero impredecibles, cree que la armonía nunca puede proceder de normas heterónomas ni de represión institucional alguna. Solo la autocontención y la autodisciplina pueden garantizar un mínimo de concordia. El problema es que, en el otro extremo, representa la dinámica social como un producto espontáneo, anónimo, ordenado por tendencias invisibles e inmanentes que inexorablemente apuntan a la convergencia. Tal representación, por un lado, provoca el convencimiento de que los acontecimientos sociales carecen de autor y, por tanto, de responsables a los que imputar sus consecuencias, y por otro, generan la infundada creencia en que las fuerzas sociales terminarán ordenándose por sí solas, siendo en última instancia vano y estéril cualquier intento de regulación pública. El liberalismo lleva de este modo en sí el germen de una destrucción de la sociedad que garantiza de paso la impunidad de quienes la llevan a cabo.

Un ejemplo práctico de ello lo da Ignacio Camacho y su simplista, cutre y amanolado tratamiento de todo lo relacionado con la crisis ambiental y con la insostenibilidad ecológica del capitalismo depredador. Probablemente porque, sin decirlo, cobre parte de sus honorarios de empresas energéticas, es el columnista que con mayor tesón defiende la alternativa de la energía nuclear como la opción más rentable, inmediata y realista para resolver nuestro déficit energético. Sin ofrecer nunca dato alguno, suele limitarse a presentar los reactores atómicos como fuentes de energía poco menos que inocuas y a ridiculizar con clichés ocurrentes a sus detractores, presentándolos --como siempre hace el conservadurismo devenido reformista-- como sujetos anacrónicos e inadaptados a la realidad.

En última instancia, esa es su única respuesta frente a las urgentes medidas que intentan proteger mínimamente el medio ambiente. Como buen liberal, y descuidando que todo el derecho se conforma de normas impositivas e interdicciones, dedicaba el otro día uno de sus escritos a la por otros motivos discutible prohibición de circular a más de 110 km/h, calificándola de inadmisible injerencia del poder público en la vida privada de los ciudadanos. Obviando, por supuesto, que el modelo económico vigente disciplina coactivamente los hábitos individuales, Camacho pensaba que la disposición democrática y legítima aludida, sumada a otras tantas como el veto catalán a las corridas de toros o la imposibilidad de fumar en cualquier establecimiento público, eran manifestaciones del "delirio de ingeniería social de este Gobierno", una muestra "del acto de poder que más les gusta, la prohibición, epítome supremo de la facultad de mandar".

A su juicio, no se trata sino de medidas que reflejan el espíritu reaccionario, regresivo, autoritario y antimoderno de la progresía, obstinada en negar el horizonte civilizatorio de la técnica y empeñada en sustituirla por una "utopía antimaquinista", que de buen gusto sustituiría el transporte público por "la diligencia". En la simplificada, torpe y culpable aproximación de Camacho semejantes prohibiciones pretenden universalizar el tipo repugnante del "buen progre moderno", que "se desplaza andando o en bicicleta, envuelve sus compras en bolsas reutilizables y se alumbra con bombillas de bajo consumo subvencionadas"; quieren, en el fondo, instaurar por la fuerza "un mundo sin centrales nucleares, sin coches, sin armas, sin corridas de toros y entregado a la bondad fraterna".

Siendo indulgentes, podríamos referir estas convicciones al ethos conservador, que parte de la maldad congénita del hombre y de su carácter irremediable, de ahí que para Camacho todo esto del medio ambiente se reduzca al antinatural intento de reducir al hombre al "buen salvaje rousseaniano". Parece, sin embargo, que lo propio de su mensaje es más bien la burda ridiculización del ambientalismo, recurso cómodo que ahorra la confrontación argumental y la exposición de datos empíricos. Es más, lo que traspiran sus descalificaciones puede que no sea otra cosa que catetismo provinciano, envuelto desde luego en los oropeles de su atildado barroquismo andaluz, pero demostrativo de que este hombre no conoce siquiera cuáles son los hábitos ecológicos asimilados de Madrid hacia el norte, de ahí que presente como utopía ridícula lo que en cualquier metrópoli centroeuropea es sana rutina, como el desplazamiento en bicicleta, la reducción del consumo de plásticos o la alta imposición fiscal del uso de automóviles.

Por desgracia, al cateto conservador hay veces que le desacreditan y refutan acontecimientos de mayor envergadura que la simple experiencia de los países europeos más avanzados. Eso, y no otra cosa, es lo que ha venido a hacer el terremoto japonés, buena muestra de que eso de la inocuidad de las centrales nucleares es un cuento al servicio de quienes se benefician de ellas. No bastan, empero, tan trágicas negaciones. Como sugeríamos al principio, frente a cualquier eventualidad de este género la réplica conservadora y liberal se encuentra ya prefabricada; así ha pasado en el caso de la crisis económica, que carece de responsables y culpables porque se ha desencadenado anónima y azarosamente, y así pasa ahora también con el seísmo del Pacífico.

Como bien deja claro en su artículo de hoy, es eso mismo lo que ha demostrado el terremoto japonés, que el azar, "lo indescifrable", lo imprevisible, "el infortunio" vuelven cada tanto a demostrar la finitud y la pequeñez de los hombres, siempre y en última instancia "a merced de la naturaleza". Lo decisivo para Camacho, de cualquier modo, es subrayar que en este caso de las "catástrofes" no cabe "el ejercicio favorito de depuración de responsabilidades", no existen ni autores ni culpables, por lo que al hombre solo le cabe resignarse a la experiencia de su propia limitación ontológica.

El planteamiento de Camacho, contrastado con algo de sentido crítico, resulta sencillamente miserable. No se relacionan en ningún momento las respuestas de esa naturaleza a cuya merced estamos (tres terremotos terribles en un año) con la constante represión a la que la sometemos. Y ni siquiera se colige que los efectos de tales catástrofes pueden ser amortiguados a través de acciones voluntarias, de decisiones políticas, de planes económicos y medidas jurídicas y gubernamentales, como bien muestra la desproporción de sus consecuencias en países pobres y países ricos. Probablemente por eso, de manera como digo miserable, Camacho silencia lo más evidente en este sentido: que la decisión política de optar por la energía nuclear está en la base del fatal agravamiento de los efectos del terremoto. Veremos si incluye alguna indicación al respecto en futuras intervenciones. Por ahora se limita a callar y a dar por entendida su respuesta: que nada se puede hacer ante esas "amenazas" impredecibles más que aguantarse.

Es, en última instancia, la receta del liberalismo conservador: soportar dócilmente lo que hay, defender la impunidad de los culpables, traficar y tolerar la muerte ajena (salvo que sea causada por una revolución igualadora o por el terrorismo comunista), considerar inamovible "la eterna diferencia entre pobres y ricos" (¡qué anacronismo tan culpable!), desterrar cualquier afán asegurador porque es imposible conseguir "una sociedad blindada" y promover una mansa adherencia a las direcciones que en la sociedad imprime el poder económico y social. Yo, por mi parte, prefiero una sociedad sin humos, con poquísimos coches, con hábitos ecológicos y sin el riesgo de que cuando irrumpa la naturaleza la planificación urbanística y energética imputable a mis gobiernos siembre la muerte en mi país.