miércoles, 24 de noviembre de 2010

Mercado inmaculado

La mejor forma de ocultar las responsabilidades individuales en los sucesos humanos es disfrazar a éstos de acontecimientos naturales. Todo lo malo que ocurre se debe entonces a fuerzas inescrutables, a impulsos anónimos, a procesos sin rostro y sin autor. La modernísima sociología, con sus teorías del riesgo y la liquidez, presta sustento a esta representación: en una sociedad compleja, compuesta y creada por una madeja de acciones concurrentes y equipotentes, resulta inviable cambiar nada de golpe, como imposible es también identificar al autor de lo que en ella sucede. Las fábulas que nos hablaban de círculos de poderosos, de centros decisorios elitistas, de sujetos que concentraban en sí la prerrogativa para decidir el futuro de sus semejantes, no son más que eso, fábulas y mitologías para consumo de una izquierda desfasada.

A este relato, cada vez más inverosímil vistos los tiempos que corren, se suma hoy nuestro ínclito columnista. Y lo hace del modo más ramplón imaginable: empleando la metáfora vírica. Lo de menos es que la emplee mal, recetando como remedio "antibióticos" en lugar de antivirales. Lo preocupante es que la imagen resultante de los "mercados financieros", esa buena "gente que nos ha prestado dinero para mantener un gasto hipertrofiado", y el diagnóstico de la situación político-económica actual, son pura falsedad y promueven en el fondo la actitud vital que en última instancia nos ha conducido a la crisis.

En el artículo abundan los lugares comunes de la derecha española en estos tiempos. A su juicio, esta "crisis de confianza" se debe principalmente a la (falta de) acción del gobierno. Ésta se ha caracterizado, de una parte, por no detectar, y por tanto no encarar, la crisis, y de otra, por derrochar dinero público. En esta interpretación se oculta, sin embargo, la realidad de las cifras: (1) la merma de las arcas públicas procedió no solo de derramas electoralistas como el cheque-bebé y los famosos cuatrocientos euros, todas ellas imperdonables, sino también de la bajada de impuestos a las rentas altas, que se acometió cumpliendo la doctrina liberal del estímulo de la oferta, que se ha revelado entonces del todo errada; (2) el endeudamiento comenzó a agravarse precisamente a consecuencia de los fondos que hubo de poner a disposición de las entidades financieras para evitar su quiebra; (y 3) aun así, la deuda española --que el año pasado ascendía a más de 3 billones de euros-- se distribuye de un modo en el que la parte menor corresponde a los organismos públicos (64,3% del PIB), la mediana a las familias y particulares (86,5%), llevándose la del león precisamente las empresas y bancos (mucho más del 140,3%).

El problema, por tanto, no es la simplificación que supone atribuir al gobierno la autoría de los fenómenos económicos en una sociedad de libre mercado, tal y como si viviésemos en la época y el lugar de los planes quinquenales. La cuestión es la falsedad contenida en tal descripción, solo explicable como propaganda derechista o como estrategia para, creando un chivo expiatorio (la deuda de las administraciones), contribuir al desmantelamiento y privatización de los servicios públicos, verdadero objetivo final de esta crisis deliberada.

Pero si el gobierno es culpable no solo es a causa de sus derroches, sino también por obra de su pasividad. Por haber "rechazado la vacuna del ajuste", por limitarse a "tomar aspirinas para bajar la fiebre", nuestros dirigentes nos estarían condenando así a una terapia de choque final que nos resultará mucho más traumática. Se da por hecho entonces que la única salida del atolladero es la del recorte del gasto público. No obstante, Irlanda, con sus sensibles bajadas de sueldo a los empleados públicos, demuestra lo contrario, como también empieza a demostrarlo una España donde la subida del IVA y el descenso salarial estancan, como no podía ser de otra forma, el crecimiento, retardando así la recuperación.

En definitiva, la derecha mediática española, representada fielmente en este texto por Camacho, apoya y justifica esta "latinoamericanización" de Europa, esta construcción heterónoma y neoliberal de la cosa pública que allí donde se llevó a cabo solo produjo pobreza, discordia y una reacción ante la que esos mismos derechistas se sienten aterrados. Pero la cuestión cuenta con mayor carga de profundidad, tiene en concreto naturaleza existencial, al transmitir una actitud ante lo social basada en la ignorancia y la pasividad. Los peligros económicos que se ciernen sobre los sujetos, según esta metaforología médica, son de la misma condición que los fenómenos naturales y las enfermedades que de imprevisto pueden atacarlos. Nada se puede hacer para proscribirlos definitivamente, aunque sí para prevenirlos, llevando una vida lo más sana, prudente y abnegada posible. La resignación es la clave, pues en última instancia es la providencia la que ordena y manda. Pero esta actitud, a mi entender, es la misma que ha conducido a la crisis: una actitud en cuyo horizonte mental se encuentra el mito de la mano invisible, trasunto económico del plan divino, y que tiene como rasgo capital la desconexión entre las acciones y sus efectos, pues al fin y al cabo ninguna acción humana produce el orden social, que se autorregula y compone por sí solo. Por eso, cientos de miles de particulares, empresarios y familias tomaron decisiones creyendo en su impunidad, en su falta de consecuencias, encomendándose en la intimidad a la providencia con un "¡dios proveerá!" o un más andaluz "que nos quiten lo bailao". La realidad, con su tozudez característica, ha puesto frente a ellos y nosotros las consecuencias de sus acciones irresponsables, demostrando que los negocios humanos son solo incumbencia nuestra y de nadie más, y enseñándonos de paso que esos mercados anónimos descritos en forma de patologías naturales no son sino el fruto de decisiones humanas particulares, que tendrán consecuencias también demasiado humanas y que, como todas las acciones, persiguen fines muy bien definidos e identificables, aquellos que se pretenden ocultar, y apoyar sin dar la cara, con metáforas médicas y representaciones naturalistas.

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